sábado, 18 de abril de 2020

Un homme qui dort




Foto de Carmen Ruiz de Apodaca: Metafísica pura II

I

Ayer fue un día, por la mañana me levanté, por la noche me acosté. Tuve sueños atroces y lúcidos. Los recuerdo al detalle. Antes de ayer fue un día. Me desperté y desayuné. Por la noche me acosté y no dormí. Hace tres días me levanté de la cama, no había pegado ojo en toda la noche. Me hice un café. Hace una semana fui al supermercado. Hacía una semana que no iba a hacer la compra. Adquirí tres plantas tristes para compartir nuestra tristeza e intercambiar la luz que nos queda. Hace tres semanas me desperté, me hice un café. Por la noche me acosté. No dormí. Hace una década colgué los pocos cuadros e ilustraciones que me traje. Han ido cambiando de sitio porque el adhesivo que tengo no los sostiene. No he podido hacerme con marcos. En la prehistoria de esta historia se caían constantemente. De hecho no duraban ni siquiera una hora y me sobresaltaba cada vez que los oía deslizarse por las paredes nuevas hasta yacer en el suelo (en los espacios nuevos, todo ruido se manifiesta como una alucinación cuya entidad hay que descartar). Algunos se han despuntado. Llevan mucho tiempo sin caerse. Han debido de acostumbrarse a la quietud, al silencio. Se han quedado pegados, en pausa, quizá para adaptarse a los tiempos que corren. Hace dos semanas o cuatro me desperté, me hice un café. Reviví con detalle los sueños que había tenido. El café sabe a rayos. Cada diez días salgo a comprar o cada semana. Compro siempre un café diferente. Cada vez es peor. Hace diez días compré el café más caro de la historia. Se deja beber. Hace una semana me llamó un antiguo amante. No, lo cierto es que me llamó antes de ayer, pero estaba convencida de que había sido hace diecisiete días. Entonces solo antes de ayer me llamó mi mejor amiga, creí no haber hablado con ella desde hacía veinte días. Limpié el baño ayer, ¿o fue el mes pasado? He lavado de nuevo mi ropa a mano. Cada vez que lavo la ropa pienso en todas las veces que he visto hacerlo en el Ganges. Me falta algo áspero donde frotar. Quizá una piedra. Hace un mes y medio o dos semanas atrás, me arañé a mí misma mientras lavaba la ropa. Me hice un tajo en un dedo que parecía hecho con una daga. Me corto las uñas cada tres días o cada dos semanas más o menos. Lavar toallas a mano es un desafío. He lavado la alfombra del baño. No lo volveré a hacer. He lavado las dos alfombras de la cocina. En cuanto se sequen las guardo en el armario. Es más fácil fregar el suelo. Lavo la ropa en un cubo rosa. Tengo un montón de detergente. He debido de hacerlo veinte veces desde que estoy aquí. Quizá solo lo he hecho tres veces. No sé desde cuándo estoy aquí, más bien no sé qué es aquí ni cuándo es hoy.

II

He creado una rutina. La rutina del silencio y de la ausencia. Las paredes están ahí, siempre en el mismo sitio. La casa sigue vacía, a medio hacer. Como yo, a medio ser. Mi vida es medio vida. Mi armario, medio armario. Mi cocina, medio cocina. Las estanterías están medio vacías. Las paredes, medio desnudas. Soy medio residente, me falta mi tarjeta que lo atestigüe. Tengo un medio teléfono nacional, no tengo contrato de piso, tengo una cuenta en dólares de la que no poseo tarjeta, es una medio cuenta, y una cuenta en euros cuya tarjeta poseo pero no tiene dinero. No tengo cuenta bancaria aquí. Mi padrón está en otro país, ni siquiera el mío, pero tampoco en el que estoy, si es que estoy en alguno. Soy un medio ciudadano de tres partes del mundo. Las ventanas solo medio cierran y tengo solo una medio intimidad: entran los ruidos y las cucarachas y el calor, que cada vez se va haciendo más presente. Es lo único que se va haciendo más presente, que cobra cuerpo: el calor, el ruido y la peste que entra desde algún lado. Se me están acabando las velas que compré para el quemador que compré, en un ataque de lucidez, justo antes de que todo se detuviera, para aromatizar el espacio con mis esencias.

III

Hace veinte días o una semana me desperté, me hice un café. A la hora de la comida quemé lo que estaba cocinando. De pronto empezó a sonar un timbre que nunca había oído. Busqué un telefonillo. ¿No hay telefonillo? Entonces me acerqué a los dos teléfonos de oficina que hay en mi guarida y que nunca he usado. No sé su número ni conozco ningún número al que llamar. Descolgué con temor uno de ellos. Oí el tono prolongado de la línea. Descolgué él otro. Una voz masculina me preguntaba si estaba cocinando. “Sí”, dije. Respondió algo más que no entendí y colgó. Quizá no son horas de cocinar… ¿a qué hora se come aquí? Volví a la cocina a remediar mi comida chamuscada. Enseguida volvió a sonar otro timbre diferente del anterior. Miré a mi alrededor, en las paredes, en el techo. Sonó de nuevo el timbre, un sonido seco. ¿La puerta? Fui a la puerta. Abrí y me encontré con un hombre pequeño con mascarilla y un extintor de incendios en sus brazos. Estuve a punto de levantar los brazos en señal de paz, con mi cucharón de madera en la mano, con mis minúsculos pantalones cortos y en sujetador cayéndome las gotas de sudor por todo el cuerpo. A su izquierda había otro hombre pequeño con una caja de herramientas a sus pies. Tras un momento de confusión entendí que había saltado la alarma de incendios de mi espacio, una alarma silenciosa que nunca oí. Los dos hombres entraron y me pidieron una escalera. No sabía si vestirme y dedicarme a observarlos trabajar o salvar de algún modo mi comida con el atuendo con el que me habían pillado. ¿Se estarían ofendiendo? ¿Eran estas horas de cocinar? ¿Eran estas maneras de estar en una casa?

IV

Hay un niño que sale a dar gritos a la piscina, lo veo desde mi ventana. La piscina la vaciaron una semana después de llegar yo, no sé hace cuánto tiempo, diría que eones pero quizá es solo un par de meses. La piscina no tiene agua pero tiene plantas y luz. Querría bajar a darme un baño de sol, aunque fuera de pie. Hay un niño que baja todos los días con su joven madre a media tarde. Ocupan el espacio de plantas de la piscina y el niño se descarga pegando gritos, seguramente, de alegría. Grita y corretea. Me alegro de que sea niño. Al principio me molestaban sus gritos, pero enseguida pensé: es un niño, necesita gritar y correr y desfogarse. Un día, hace uno o dos siglos, me envalentoné y me decidí a bajar yo también a la piscina por la mañana cuando no hay nadie y aprovechar dos o tres rayos de sol. Llené de café recién hecho el termo que compré para llevar a mi nuevo trabajo justo un día antes de que los trabajos dejaran de ser lo que eran. Nunca en la vida he tenido un termo ni un trabajo al que llevarlo. Me puse crema solar en la cara. Hice una respiración profunda y abrí la puerta de casa. “Tranquila, no pasa nada. Si alguien te dice que te vayas pues te vas”, me dije. Cerré la puerta por fuera. El olor a perro mojado del pasillo me provocó una arcada. Continué por el pasillo y tomé la escalera en busca del acceso a la piscina. Bajé un tramo y ahí estaba la puerta de cristal con un enorme letrero colgado alertando del cierre de la piscina por mantenimiento. Mi excursión con mi termo duró exactamente 4 minutos. Regresé a la oscuridad de mi guarida con las piernas acalambradas. Pasé el resto del día tomando café del termo.
Una semana después, o dos o tres, o quizá solo hace cuatro días, volví a llenarme de valor al ver otro rayo de sol y decidí bajar de nuevo, esta vez sin termo. La vez anterior me había paralizado el cartel, pero ¿qué era un cartel? El cartel no decía “prohibido el paso” sino que la piscina estaba cerrada por mantenimiento. El niño seguía dando sus gritos puntualmente cada tarde. Yo no haría ruido. Abrí la puerta de mi guarida, respiré profundamente y me enfilé hacia las escaleras. “Esta vez abriré la puerta”. Llegué hasta la puerta de cristal y hierro. Miré el pomo con cierto recelo, debí haber bajado el desinfectante de manos, pensé. Lo agarré y tiré de él. No se movía. Empujé. No se movía. Entonces vi un pesado pestillo que se interponía entre el quicio y la puerta. En mi llavero había tres llaves. Una de ellas debía de ser la de la piscina. Las probé todas. Ninguna abrió la puerta tras la cual aguardaban preciosos los rayos del sol, las sombras graciosas de las plantas, el frescor o el calor de la brisa que todo espacio abierto recibe. Regresé sobre mis pasos y volví a abrir la puerta de mi celda. La excursión, esta vez, duró 6 minutos. Esa misma tarde, los chillidos del niño dejaron de causarme empatía y amor. Acrecentaron mi desasosiego y mi sensación de desposesión. De satélite perdido que ha entrado en la órbita de un planeta desconocido en una galaxia remota. Fuera de onda, fuera de alcance.

0

El peligro del encierro es la animalización. Uno se puede convertir en bestia salvaje, sin escrúpulos, encabronarse y emprender esa vía que el maldito Darwin impuso sobre la supremacía y la lucha por la vida. Uno puede convertirse, por el contrario, en animal moribundo, en perro asustado y desaliñado. La animalización es susceptible de pasar por múltiples estadios, desde la dejadez y pérdida progresiva de las costumbres de higiene, a la insensibilidad, a la irritabilidad, a la pérdida del habla, a las maneras.

 XXI

Pienso en los libros y objetos que se encuentran encerrados dentro de cajas preparadas para una mudanza que nunca se realizó y me identifico plenamente con ellos: todos en un limbo, mis cosas y yo, en un espacio intermedio donde no corre el aire.

lunes, 13 de abril de 2020

Te acompaño en el sentimiento


Foto de Carmen Ruiz de Apodaca


Te acompaño en el sentimiento
(En respuesta a las respuestas de "Ojalá la nostalgia")

Queridos amigos, estamos aquí encerrados para celebrar la gloria de la vida, para observar con detenimiento la verdadera naturaleza de las cosas, la escasa importancia que tienen algunas, el gran valor de otras. El poder de la palabra, la consecuencia de los actos… filosofías denominadas religiones se ocupan de esto desde tiempos inmemoriales. La realidad, amigos, no requiere interpretación, de hecho, nuestro trabajo individual debería centrarse solo en eso: en evitar que la mente interprete a su manera lo que la realidad es. Todo lo demás es literatura, donde algunos, irremediablemente, se quedan atrapados. La poesía es el único modo que tenemos para crear nuevas perspectivas, para darle forma a otras visiones de la realidad, que por mero juego, vienen a nuestro encuentro. La literatura y la poesía solo tienen de realidad el hecho de que se sirven de palabras plagadas de una semántica común. La función del poeta es sacudirlas y forzarlas a decir lo que de otro modo no se diría, o a dar volumen a una sensación —real o no— que no todos tienen, no todos observan, experimentan, pero si son sensibles, sienten. La literatura es literatura. Te acompaño en el sentimiento —le dijo el director de la Biblioteca Nacional a mi madre—, te ha salido un hijo poeta. Y mi madre se rio quitándole importancia y dijo, “en mi familia siempre ha habido artistas”, sabiendo que no es verdad, porque la verdad, ella lo sabe muy bien, no reside en las palabras. Las palabras están ahí para que juguemos con ellas, para crear realidades, para inventar códigos, retorcer las mentes, trastornar. Ella lo sabe muy bien, que juega al desapego con ellas desde que es mi madre. Mi madre es la persona menos budista que conozco pero con el lenguaje parece un monje tibetano: no le afectan en absoluto. O quizá un alquimista, las usa como le conviene, las interpreta según la temperatura corporal, en función de la hora o del día de la semana. Las reproduce distorsionadas, les añade diálogos, entonaciones, digresiones que jamás tuvieron lugar en el momento de ser concebidas por la persona a la que mi madre cite. No lo hace por engañar, es que dentro de su mundo que dura un instante —lo mismo que un instante duró la realidad de aquel discurso (todo es impermanente) —, nada le impide decorarlo a su gusto. Esto creaba grandísimos malentendidos en el banco, en la familia, en el colegio, entre sus amistades. Durante muchos años me ha irritado esa manía suya de negarse a reproducir una conversación tal cual fue sin añadirle o quitarle algo para convertirla en cualquier otra cosa. Cuando se lo hacía notar ella se reía, si yo insistía y me ofuscaba, ella se enfadaba y me decía que era una radical de la verdad. Solo con el tiempo me di cuenta de su verdadera libertad. Mi madre es una artista de verdad, una artista budista, no se apega ni a su propio arte, lo regala (mi madre, además, es ilustradora), ni a su colección de sellos que va regalando por todas las casas de sellos y monedas del mundo. La rebeldía de mi madre se concentra en su aparentemente dislocado discurso y no es que no se entere, es que sabe que las cosas no son lo que parecen así que poco importa tratar de reproducir la realidad que dijo alguien, seguro que ese alguien estaba también atrapado en un engaño, el engaño de su mente, de su realidad, de su felicidad, de su arrogancia… Mi madre es  budista, nunca se lo he dicho porque sé que se agarraría a su rosario y empezaría a decirme que de eso nada, que ella es cristiana, apostólica y romana pero yo sé que no es cierto. Lo mismo que tampoco es de derechas, aunque se empeñe en decir que sí. Como tampoco es de izquierdas, lo mismo que yo, aunque se empeñe en tacharme de izquierdista. Pero también es un juego. Mi madre se niega a leer los libros de nuestra inmensa biblioteca, la heredada y la que nos hemos ido haciendo mi hermana y yo cuando empezamos a enfermar de literatura. Sin embargo se devoró mi libro en una semana, claro, el libro de su hijo, el poeta. Mi madre, a quien los libros se le caen de las manos —como se le caen las palabras suyas y ajenas— ha sido la única persona que no ha interpretado mi texto como una llamada de auxilio. Ha sido la única que no se ha preocupado porque sabe que las palabras son solo palabras, que mi prosa busca la poesía, que mi yo cambia constantemente, como las ciudades, como la temperatura, como la verdad, la realidad y las horas. No le den más el pésame a mi madre los libreros, su hijo está encantado de seguir creciendo entre páginas, trayendo ante sí un ápice de su entorno para aumentarlo escandalosamente. Sin lente de aumento no hay juego, pero mi mundo no se reduce a la desposesión, la desposesión es solo uno de los miles de sentimientos que poseo en este momento, y al ser, quizá, poco común, lo literaturizo. Te acompaño en el sentimiento, querido lector, debe ser duro tomárselo todo tan en serio.

Ojalá la nostalgia

Foto de Carmen Ruiz de Apodaca. Metafísica pura I

Publicado en la Voz de Almería el 31/03/2020


OJALÁ LA NOSTALGIA

Que se acabe el pan o la leche, para muchos es una bendición: por fin hay un motivo justificado para salir a la calle, una calle vacía y silenciosa, metafísica como ha aparecido muchas veces en sueños. Porque solo en los sueños los hombres llevan sus labios sellados, su gesto oculto tras una tela que los aísla de su humor, que no contagia expresión sino ocultamiento. Para muchos salir a la calle en estos días es una experiencia nueva, una reconstrucción de la realidad que siempre les ha circundado. Quizá sienten la ausencia. La nostalgia del cotidiano murmullo de la vida en la ciudad. El recuerdo de esa esquina donde una vez un tipo despistado te dio un pisotón porque iba chateando con el móvil ajeno a todo lo que le rodeaba, metido en su entropía social, la entropía a la que estábamos acostumbrándonos en esta era digital. La floristería, ahora cerrada, nos recuerda el aroma de las rosas y los nardos cuando salíamos del mercado y nos impregnaba el olor que borraba de golpe los aromas de los puestos de verdura y fruta. Las calles están llenas de vida incluso ahora, en su ausencia de vida, siguen estando repletas de recuerdos y memorias. Han transformado sus sonidos, su imagen, pero siguen resonando en ellas los pasos discontinuos de aquella noche en que volvimos a casa abrazados a unos brazos nuevos; la persiana cerrada de aquel bar donde perdimos una vez la conciencia o bailamos hasta que las piernas cedieron o el alcohol se expandió anegándonos como un sunami; el banco del paseo marítimo donde vimos un atardecer que nos llegó a las entrañas y nos sacó de nosotros; el semáforo donde siempre te juegas la vida, el rincón que contiene las voces de un vendedor de cupones de la ONCE. Las calles mantienen la resonancia de nuestros pasos, de nuestro vivir cotidiano. Hemos dejado de habitarlas solo a medias; hemos cambiado el modo de habitarlas, pero mantienen su memoria, nos siguen hablando aunque quizá lo hacen en un lenguaje diferente, en otra frecuencia.
Las ciudades pueden ser más o menos auténticas. Las del mediterráneo, aunque los planes urbanísticos demenciales de los últimos decenios se empeñen en disminuirlas a suvenir de asfalto, conservan aún cierta autenticidad. Aunque sea de ruina. Pero incluso las persianas echadas, durante años, de ciertos negocios que llevan en su encierro mucho más tiempo debido a otras crisis, nos remiten también a algún recuerdo quizá de la infancia.

Sin embargo a mí, que se me acabe el pan o la leche no me produce ninguna satisfacción porque salir a la calle es exponerme a la soledad plástica de un espacio vacío y deshumanizado. Los altos rascacielos de las inmensas avenidas desconocidas por donde no transita un solo coche, por donde no camina un solo ser, me miran desde lo alto de su impersonalidad empequeñeciéndome y haciéndome sentir aún más ajena, una extraterrestre. Las inmensas avenidas circundadas de rascacielos de cristal, sus anchas aceras que no se pueden cruzar si no es por un subterráneo igualmente vacío, me devuelven un silencio atronador, un silencio existencial, una hostilidad galáctica. En ninguna esquina se acumula un pedazo de memoria, ninguna intersección me devuelve un recuerdo, ningún portal me regala una nostalgia, ninguna brisa me trasporta a ninguna isla, ningún rostro me trae un paisaje, ninguna sombra me protege del sol abrasador, ningún recoveco me cobija. Las flores de los parques reservan sus perfumes para transportar a otras gentes; las esculturas de las enormes plazas conmemoran héroes que me son ajenos y ahí, en la absoluta soledad de mi pequeño cuerpo, nada comunica conmigo. Los ojos de los filipinos no me habitan, no sé quiénes son, qué hombre o mujer se esconde tras esas máscaras. No tengo memoria, no me ha dado tiempo a entender ni uno solo de sus códigos. No quiero ir al supermercado, que son supermercados inmensos dentro de centros comerciales para ricos que ahora están cerrados. Debo pasar por esos mastodónticos mausoleos del consumo atravesando la nada del agujero negro que me acompaña y que se refleja en los escaparates de Vuiton, Gucci, Armani, y McDonalds y Starbucks y 7 eleven que se multiplican cada 300 metros multiplicando mi lejanía, cerrados a cal y canto como mi experiencia, cerrada a cal y canto, sin darme la posibilidad de tener una relación natural con un entorno artificial. No hay nada. Ni siquiera yo. O quizá solo soy yo, vagando por las calles de una ciudad inconmensurable, sin saber si mi atuendo es adecuado, si mis hombros descubiertos son adecuados, si comprar cigarrillos es adecuado, si represento un peligro o una presa. Porque no he tenido tiempo de saber dónde estoy ni quién es la gente que habita estas tierras; si las miradas de los filipinos y las sonrisas que intuyo bajo sus máscaras son sinceras o impostadas; si debo hablar con naturalidad y cercanía o debo protegerme ante una barrera social que desconozco. Vivo en Manila desde hace casi un mes y solo he intercambiado tres palabras con hombres del supermercado y con el portero del edificio. A mí, que me encanta devorar las ciudades, morder la vida, arrancar los secretos a las tribus, penetrar en las miradas y en los cuerpos, infiltrarme en las vidas ajenas, retorcer los códigos, bailar entre culturas me veo arrinconada a una conversación de ascensor, dominada, a su vez, por el temor a un contagio; mutilada al discurso de lo que valen las verduras una vez por semana. Se me caen los pesos y los dólares y los euros por el canal abierto de mi distorsión. Una vez por semana me asomo a esta ciudad titánica y desposeída, plagada de bancos y entradas de lujo a edificios de lujo que en su impertinente silencio me desplazan, me echan de su centro. Podría dar una vuelta a la manzana, pero la desposesión de la ausencia de una ausencia me vacía aún más. No tengo memorias, ninguna esquina me depara un encuentro, ningún árbol repite el eco de un secreto robado, mi sombra me despista y se desplaza por las calles en curva de mi barrio que fue construido sobre las pistas del antiguo aeropuerto. Y esta idea me saquea un poco más de todo lo vivo, porque el aeropuerto es tierra de nadie, es fuera de lugar o lugar tan común que desaparece; es tránsito, es escala pero jamás será hogar. Las calles de mi barrio dan vueltas gigantescas, hechas a medida de los giros gigantescos que deben dar los aviones. Tengo miles de historias de aeropuertos, nunca pensé que acabaría viviendo en uno.





lunes, 17 de abril de 2017

El trance de la traducción

El trance de la traducción


Revisando No somos los úlitmos en Rishikesh (India).
Foto: Carmen Ruiz de Apodaca. 2015.



                  Para mí la traducción es la mejor forma de homenaje pero es también una actividad lúdica: casi siempre traduzco por placer. Empecé a traducir a poetas surrealistas franceses, como Robert Desnos, por el mero hecho de jugar con la forma.
                Hay quien traduce para acercarse a la obra de un autor y comprenderlo mejor.  José María Valverde, uno de los traductores españoles más prolíferos del siglo XX tradujo, por ejemplo, el gran volumen de Humboldt sobre la diversidad de la estructura lingüística para entenderlo bien. Para él la traducción era la manera de saber realmente si un autor le gustaba o no. Efectivamente, cuando uno traduce vampiriza al autor, se apropia de su discurso y penetra en la profundidad de su obra. Yo, como traductora, también vampirizo al autor pero no es esto lo que me empuja a la traducción. No es la curiosidad -más propia del lector- sino la atracción por la obra lo que me impulsa a hacerlo, como si estuviera movida por una fuerza magnética poco racional. Esta fuerza crea una suerte de inversión en el juego vampírico: no soy yo quien me apropio de la mirada, sino que el autor, la obra, la mirada del autor me atraen hasta tal punto que siento el deseo de poseerlo. Y no hay mayor posesión que el lenguaje. Traducir a un autor es como tragarse a ese autor: no es el traductor quien posee al autor, es el autor quien posee (en el sentido de ocupar el alma) al traductor. El traductor, poseído por el autor, hace hablar a este por medio de su voz, de su lengua. Así, el traductor no es más que un médium, un puente entre una lengua y otra, un ente invisible. Cuando traduzco debo sentir el arrebato que me anula y hace hablar al autor: el autor me dirige, me domina. Sigo sus deseos que también son los míos en una especie de juego erótico en el que solo se tocan las palabras.

El Vampiro. Foto: Carmen Ruiz de Apodaca.

                Se dice que todo traductor literario es un escritor frustrado. Puede ser, pero yo más bien creo que se trata de un escritor perezoso que prefiere que le dicten de manera organizada lo que también está en su mente. Quizá quien lo sienta así, quien se siente un escritor frustrado, es quien trata de dejar su huella, quien modifica, quien interviene, quien reclama su lugar en la obra. A este propósito, en el diálogo con Milan Kundera –el quinto de los nueve que forman Diálogos de la forma perdida de Massimo Rizzante- el escritor checo habla precisamente de la torpeza del traductor (que yo llamo traductor-interventor) que en lugar de respetar la obra se la apropia, la viola y crea un artefacto nuevo. Narra Kundera su total estupefacción ante la primera traducción al francés de su novela, La broma, que no era una traducción sino una versión –por no decir, perversión- de la novela original: “la primera traducción de La broma era un verdadero desastre, contenía todo lo que detestaba: vocabulario rebuscado, adición de metáforas ornamentales, sofisticaciones, exageraciones, no había nada natural[1]”.
                En oposición a este traductor-interventor, yo creo en la invisibilidad del traductor, en su anulación, en su desaparición, en su estado catártico y placentero de ser mero tránsito, puente, canal sin ego. En mi caso, este trance no me resulta nada difícil porque lo que dice Rizzante es lo que yo diría, y lo dice en la misma forma y con el mismo tono que yo usaría, por tanto, mi único mérito es dominar mi lengua y, quizá, un universo de lecturas que enriquecen mi interpretación.
Empecé a traducir a Massimo Rizzante porque sentí el impulso de pasar por mi lengua su discurso, es decir, por admiración, como homenaje. Nada más empezar a leer No somos los últimos (ensayo publicado en Italia en 2008 cuya traducción emprendí casi de inmediato por puro placer y que no se publicaría hasta 2015) sentí el impulso de traducirlo porque todo lo decía era lo que yo pensaba y, como yo ya no lo iba a escribir -porque ya estaba dicho y porque además yo pertenezco a esa especie de escritor perezoso- disfrutaría del tránsito de ponerlo en mi lengua. Además, sentía el deseo de que todos los hispanohablantes leyeran aquel ensayo fundamental en el que se pone en movimiento la literatura y el pensamiento no como entes aislados y ajenos a la vida sino precisamente como nutrientes de esta, como lugar de aprendizaje, de crecimiento, de interpretación. Y donde, además de enfrentarse a ciertos cánones académicos y tendencias contemporáneas, está, por encima de todo, el amor y el placer de la imaginación.
Traduzco a Rizzante porque hay una comunicación entre su pensamiento y el mío. Nunca tengo dudas de lo que puede estar queriendo decir. La traducción fluye al igual que mi mente y se convierte en un mero transvase de palabras en el que a veces me detengo para degustar la magistral resolución de una idea o para dejar salir la carcajada ante la agudeza irónica de sus analogías. A menudo empiezo a traducir un párrafo y antes de llegar al final sé qué ideas va a enlazar y cómo va a terminar. La música de su pensamiento vibra en mi misma frecuencia. Obviamente hay momentos de duda, que tienen que ver con el léxico o con una anécdota de un libro que no he leído, pero de manera general cuando traduzco a Rizzante el espíritu de Rizzante me posee y yo solo tecleo y disfruto del paseo literario.
Por tanto, en la base del arte de traducir –la traducción también es un arte- está el placer, y este placer, como característica específica de este arte, se articula, en mi opinión, en tres ejes: el homenaje, la posesión y la invisibilidad.


Ciudad de México, noviembre de 2016
Presentación de Diálogos de la forma perdida.
Universidad del Calustro de Sor Juana.


[1] Diálogos de la forma perdida. Massimo Rizzante. Ai Trani Editores. México. 2016. Trad. Carmen Ruiz de Apodaca.

martes, 2 de junio de 2015

Horror Vacui

Holy Motors.

Cuando el motor del cambio es el vacío lo transformado adquiere una estúpida complejidad.  Es el caso del lenguaje. Acabar con la polisemia y tender a especificar cada vez más debido a una cuestión ideológica (políticamente correcta) vuelve al lenguaje un enfermo: un paralítico siempre temiendo caerse.
Un síntoma de esta minusvalía es el absurdo y repetitivo gesto de las comillas manuales, con los dedos índice y corazón a ambos lados de la cara como si el rostro fuera el texto. Es bonito como metáfora, el rostro es otro texto, pero no creo que se trate de poesía.
En la oralidad, cuya libertad debería dejar fluir el pensamiento y olvidarse de unas reglas ortográficas de un medio que no le es propio,- dado que nos encontramos inmersos en una cultura de la imagen absoluta y donde el lenguaje, reducido y disfrazado, de fiesta, ha dejado de significar- nos aferramos a la imagen escrita de la palabra o del concepto. Por tanto usamos nuestro gesto como bastón de la tipografía. La oralidad también está paralítica.
Del mismo modo que usamos una imagen para ilustrar las palabras en una comunicación oral (las dichosas comillas manuales) subestimamos la escritura y le añadimos imágenes para sostener un discurso, para subrayar la intención. Transmitir la ironía ha dejado de ser un uso virtuoso de la palabra y el sentido porque no hay más que poner una carita guiñando un ojo para que se capte la idea. Las muletas perniciosas de la comunicación escrita son el limitado reino del emoticono.  Y se subestima el lenguaje al no considerarlo lo suficientemente rico como para transmitir intenciones sin necesidad pictórica (de otro modo, estaríamos volviendo a un estado primitivo del lenguaje y la evolución de las lenguas no habría servido para nada -una nueva gran broma de la historia), pero quizá ya no se trate de lenguaje, ya no se trate de comunicación sino de información; no de expresión sino de emoción.
Así las cosas, estamos llenando al lenguaje de artefactos, decorándolo con una mínima pero constante cantidad de adornos que obstaculizan su naturalidad y desvían su fin. Estamos viviendo el rococó del lenguaje, que como sucedió siglos atrás, procede de un profundo horror vacui propio de una época en decadencia.
El lenguaje de las redes sociales y de los medios de comunicación instantánea se contagia en los modos de expresión orales creando en la realidad escenas realmente cómicas. Así, tras un encuentro (real) entre amigos y después de los rigurosos besos y abrazos (cada vez nos queremos más) puede uno escuchar tras el “adiós” un aparatoso “un besito”.
Parece que la frontera entre los distintos tipos de lenguaje es cada vez más indefinida, imprecisa. Además de otros muchos motivos, se debe también a que el lenguaje está cada vez más ideologizado. Está cambiando mucho en muy poco tiempo. Está volviéndose torpe y titubeante. Ha perdido homogeneidad (aunque parezca paradójico), ha perdido fuerza. Ahora, escoger una palabra ya no depende tanto de un acto natural de selección entre el repertorio adquirido mediante una educación y dominada por el matiz, la precisión, la belleza o el sentido sino que está sodomizada al significado simbólico, ideológico. La manera en la que tiende a expresarse un individuo ya no denota tanto su nivel cultural como su postura política. Una persona que elabora un discurso de 30 líneas pudiendo hacerlo en 10 (pues el resto no aporta nada al contenido del texto) pone en evidencia que el motor de este discurso no es una intención comunicativa sino propagandística. Echando un vistazo a las reseñas y artículos sobre  la publicación de La literatura como bluff (1950), famoso panfleto de Julian Graq publicado por primera vez en España en 2009, encontré una reseña interesante no por su contenido sino por su forma.  El texto tendría unas 60 líneas (en tres columnas pequeñas de unas 20 líneas cada una) el autor había tenido la astucia de introducir cuatro veces un adjetivo cuyo sufijo es ambiguo, puede serlo todo, pero es vago. Leer “escritores/as”, “autores/as” cuatro veces en un breve fragmento sobre la publicación sarcástica y crítica del bufón Braq (como el bufón Gombrowicz) quien probablemente se mofaría de semejante ocurrencia, me parece como mínimo, poco respetuoso con la obra de un autor. Y no es respetuosa porque  el foco ya no está en lo que el libro tiene que revelarnos con su lectura sino en  la pancarta tras la cual se esconde una figura política a la que le han dado un espacio en un diario en el que no tiene nada que aportar más que más ideología.  No diré quién es el/ la autor/a.
Se trata, pues del rococó del lenguaje, y por tanto, un rerococó en la cultura, y por tanto una decadencia decadente. La sofisticación  del lenguaje producida por los neologismos y anglicismos de la era digital viaja a toda velocidad sobre los raíles paralelos de una sintaxis simple pero extensa. Repetitiva. Influencialización, influenciado por, explosionar…amén del uso delirante del sufijo auto incluso en los verbos reflexivos, morfológicamente o no, que llenan de redundancia cada enunciado: autoconcienciarse, autoreflexionar. Como dijo Óscar Pujol, antiguo director del Instituto Cervantes de Nueva Delhi, “las lenguas modernas son redundantes”.


Baelo Claudia. Carmen Ruiz de Apodaca

La cuestión del lenguaje inclusivo, no machista es una deriva más de los tiempos y se lo debemos al logro del feminismo talibán que ha conseguido borrar de la historia de la lengua la palabra fundacional de la civilización, la palabra hombre. Y no solo se trata de lenguaje. Condenar una palabra es condenar una realidad y la realidad es que el hombre actual se siente culpable de ser hombre y no actúa como tal por miedo a ser represaliado por su antiguo estigma de macho dominante maltratador. El hombre se ha conformado con su nuevo estatus de patriarca disminuido. Las fronteras del lenguaje se han desdibujado del mismo modo que las fronteras entre los sexos. Así que el hombre ya no existe. No sé qué van a hacer ahora con los libros de historia: “El hombre y la mujer Cromagnona”, “Las personas Cromagnonas”. Es posible que el lenguaje haya cambiado de manera similar a lo largo de la historia pero la evolución de una lengua siempre es económica, tiende a sintetizar, a contraer no a elaborar sintaxis cada vez más extensas. El vacío relleno de redundancias. Hace mucho que ha dejado de ser extraño oír o leer “las personas humanas”. Además de aniquilar algunos términos como el mencionado hombre, que ha dejado de definir a la especie humana en general y solo significa varón, tenemos otros cuantos términos que han sufrido el mismo destino: el ostracismo. Como la palabra “sexo” para diferenciar entre hombre y mujer, que ha sido aplastada por el vago género que en español se utiliza para la persona gramatical no la humana.
Este asesinato léxico no es solo producto de la ideología feminista sino que también responde a la ola de especificidad, la plaga de la especificidad que venimos sufriendo.  Y en ella, la simplicidad. La muerte de la polisemia es uno de los desastres culturales  más palpables de esta era y un síntoma más de que el lenguaje se ha convertido en ideología y opera sus cambios en función de las sensibilidades sociales en lugar de operarlos según su uso natural y su evolución histórica. Pero el devenir de las cosas nos entrega perlas que compiten con la imaginación literaria por ficticia y cómica que puede llegar a ser la realidad. La manifestación de los gitanos pidiendo que se quite del Diccionario de la Real Academia una de las acepciones que los califica de rateros,  me parece un argumento inmejorable para una obra cómica.  
Además de la muerte de la polisemia, el lenguaje de pronto empieza a significar otra cosa lo que crea cierta confusión y malentendidos. Ya nada es lo que parece y nadamos con manguitos en el océano del eufemismo institucionalizado.
Resulta paradójico ese integrismo con el lenguaje en esta era de la especificidad técnica de los lenguajes y los saberes. Pero seamos optimistas. En el momento en el que las fronteras desaparecen aparece la libertad para reinventar, construir, modificar, establecer otras fronteras más complejas que formen un todo que nos defina en su expresión. Sin embargo, nos estamos hundiendo en el pastiche y, a la vez que lideramos el “todo vale”, un departamento universitario o empresarial (ya no hay mucha diferencia) se dedica a clasificar cada bisagra del todo y darle un nombre, un tecnicismo para que todo esté bajo control. Quizá esta tecnificación del lenguaje sea otro instrumento más de la mentalidad capitalista que ha invadido todos los ámbitos. Cada vez que alguien acuña un término abre la posibilidad de crear una categoría, una disciplina que acogerá la sociología para crear una nueva asignatura, un máster, un congreso, un premio, unas publicaciones y así seguir manteniendo a un montón de adultos que se dedican a analizar, por ejemplo, el fenómeno “selfie”.


Mall. Carmen Ruiz de Apodaca

En esta especificación –que se quiere confundir con especialidad- impuesta al lenguaje parece haber una campaña de marketing que se articula gracias al ansia de clasificar. Porque el lenguaje se ha convertido en otro producto de consumo, en otro instrumento al servicio del poder para forzar a los consumidores a que sigan consumiendo y consumiéndose. Es espeluznante ver lo rápido que la sociedad acepta y asimila esas nuevas pastillas léxicas que los unen como grupo. Que los etiquetan. 
El capitalismo crea la especificidad, crea la patente, para crear nuevas necesidades y hacer de su mercado una política dominante -por soterrada- y de sus consumidores, súbditos. Súbditos contentos. Amplía su mercado, sus clientes, subdividiendo las necesidades de consumo en la clasificación ilimitada de mínimas variaciones. Esto da como resultado unos consumidores agotados, trastornados y egocéntricos. La constante toma de decisiones, por muy fútil que sea, provoca un gasto de energía precioso que nos deja atolondrados el resto del día. Si uno pretende comprar un cartón de leche en un gran supermercado en cinco minutos y volver a casa se llevará una desilusión. Una vez encontrado el pasillo correspondiente a los lácteos, se verá empequeñecido ante los inmensos estantes con, al menos, 20 posibilidades distintas. Todas las marcas con todas sus variaciones: entera, semidesnatada y desnatada. Enriquecida con calcio. Enriquecida con calcio y desnatada. Enriquecida con calcio y sin lactosa. Enriquecida con calcio y para lactantes. Enriquecida con calcio y con vainilla. Sin calcio….haré una lista más específica. Elegir un cartón de leche puede llevar más de un cuarto de hora. Quizá el mundo está hecho para los que lo tienen todo muy claro, los que saben qué tipo de leche toman, que champú es el adecuado teniendo en cuenta su color, su volumen, su longitud, su forma, su caspa, su textura, su sequedad, su desgaste, el periodo estacional, la zona geográfica. Pero los que tenemos dificultades para la elección súbita, eso es otra historia. Es un laberinto de posibilidades en las que uno puede detenerse, curiosear, pero este tipo de curiosidad me parece que no es nada productiva, es más bien de entretenimiento. La vana curiositas de San Agustín, que citaba Massimo Rizzante[1] para entender la mirada infantil del arte contemporáneo hecho por y para infantosaurios, una especie que de los 18 a los 75 años tendrá la misma edad hasta el día de su extinción.
Y en este estado de perpetuo entretenimiento, de embriaguez de libertad clasificada, la cultura pretende emerger de la misma manera. Convirtiéndose en producto de consumo masivo, lo que necesariamente desvirtúa al arte.
Vivimos en una proliferación de movimientos culturales, museos, espacios dedicados a las artes y a las ciencias. Puro continente sin contenido. Una protección de una cultura de mercado, que no un mercado de cultura que, por otro lado, ha existido siempre entre las élites. Hay casi tantos ayuntamientos como asociaciones y centros de cultura de recién apertura, megalópolis de cultura enlatada, parques de atracciones de la cultura donde tiene que generarse cultura. Premios literarios que tienen que ser entregados; salas de exposiciones que tienen que mostrar algo.
Pero no siempre hay algo que mostrar, habría que decirle a este tiempo. Hay veces que hay que contemplar, echar la vista atrás y contemplar con los ojos más abiertos, lo suficiente como para querer otra cosa. No la copia, no la repetición eterna en un eterno presente muy estridente y presumido.  Después de la inauguración de ciudades de artes y de espacios culturales donde todo tiene cabida se espera que se genere arte. ¿La cultura se puede generar en un laboratorio? Obras, se pueden crear en un espacio cerrado. La cultura creo que no. Se quiere crear cultura, fabricarla, producirla en serie. Además está muy de moda, es muy políticamente correcto. Porque lo políticamente correcto es otro concepto que ha sido desplazado. Lo políticamente correcto era lo que la censura iba a tolerar, lo que el poder iba a aceptar sin que esa manifestación pusiera en peligro sus pilares y beneficios. Lo políticamente incorrecto iba a contracorriente, entrañaba sus peligros, era una postura valiente, compleja y difícil de entender por la inmensa mayoría. Sin embargo, ahora lo políticamente incorrecto es lo políticamente correcto; porque todos han aprendido consignas de revolución pero sin desembocar  en revolución, lo que es un poco bochornoso.  Ahora que todo el mundo quiere destruir el sistema, ahora que todos están desengañados,  ahora que todos han perdido la fe, ¿cómo ser políticamente incorrecto, cómo escandalizar y provocar cuando se han sobrepasado todos los límites de lo obsceno y además desde una gran vulgaridad? Uno no puede ir a contracorriente en masa, porque haría de su caudal otra corriente. Es imposible. Es un síntoma de una cultura esquizofrénica y llena de insatisfacción. Mi generación es la de las mentes sin centro con un pasado que miraba hacia un futuro que jamás se realizaría.


Zahara. Carmen Ruiz de Apodaca

Así que del mismo modo que proliferan los espacios culturales, proliferan los premios literarios y los talentos. La época más talentosa de la historia del hombre. En este estado de libertad intelectual, todos son hostigados a mostrar sus talentos. Aunque la creatividad no es creación, ni el talento tiene por qué tener genio. Para detectar a un genio entre mil candidatos, se necesitaría otro genio más que lo escogiera a él de entre los demás. Dos genios entre mil personas me parece poco probable. Así que el genio se esconde entre la masa de artistas que trabajan su mismo arte pero no son genios. ¿Qué harán para hacerse notar sean genios o no? Hacer su carrera. Estar en todas partes en las que pueda darse a conocer, tener siempre algo interesante que decir  y dedicarse, en fin a otra cosa, a la vida social que eso entraña. Presentarse a todos los premios, darle la mano a un montón de gente de negocios, generalmente, prostituirse. Nada que ver con el arte. El genio no puede convencer a un jurado, se necesitarían dos genios. A día de hoy hay más premios y subvenciones o escuelas y mecenas artísticos que en toda la historia de la humanidad. Hace 30 años, había gente que no sabía leer y no había ido, por supuesto, a un teatro o a un cine en su vida. Hoy creo que hasta el pueblo más perdido de las montañas del Pirineo tiene una ópera. Y es fantástico no tener que salir de tus estepas para adentrarte en el Moma, pero eso no significa que seamos más cultos. Más bien todo lo contrario. La cultura es un todo, forma parte de un camino, el arte no existe aislado y descontextualizado. No se entiende. Y si gusta, es un gusto infantil, un capricho. Nada que ver con la expresión de una época. Poco importa saberse de memoria todos los cuadros colgados en una exposición sobre el Expresionismo alemán si se desconoce la historia europea de finales del siglo XIX y principios del XX, la sociedad que vivió el inicio de una guerra que marcaría su historia y, como no podía ser de otro modo, su arte. El arte es exquisito.


Por Houellebecq. Carmen Ruiz de Apodaca

El exceso de especialización no crea sociedades más sabias ni mejores sino más técnicas y mecánicas, fácilmente domesticables ya que su alto grado de especificidad, las hace ignorantes en todo lo demás. Los planes de estudios y las continuas reformas en la enseñanza universitaria así como en la secundaria obligatoria ya están asfaltando ese camino: el camino de la ignorancia generalizada. Una suerte de regresión al lugar del que todos huimos: el de la barbarie. Diseminar las disciplinas y encapsularlas no nos ha hecho más conocedores de la realidad sino más incultos. Un filólogo debería tener la misma base que un jurista o un historiador. Pero que un filólogo no tenga una enseñanza común a otro filólogo de otra lengua es incomprensible. En la era de la globalización, en lugar de abrazar la Wertliteratur, se abraza un localismo realmente prescindible. Repito lo de siempre; probablemente una idea que me surgió al ver por primera vez Metropolis o Tiempos Modernos: unos pocos serán capaces de introducir el tornillo que hace funcionar la máquina e ignorarán por completo el modo de sacarlo ni quién lo saca. Podría ser que el proyecto fuera alcanzar la casta de los trabajadores. Es probable que Huxley no vaticinara nada sino que unos intelectuales copiaran la idea (pensar es un peligro; escribir lo pensado, un peligro público…esto lo explica muy bien Ricardo Piglia cuando ficciona el encuentro entre Hitler y Kafka) que ya se está poniendo en práctica gracias a la anestesia generalizada. Hay que tener cuidado con lo que se piensa, sobre todo, con lo que se dice. El hombre es perverso y succiona las pesadillas ajenas. Cuidado con las utopías, son generadoras de ideas.


Birkenau. Carmen Ruiz de Apodaca



[1] No somos los últimos. Massimo Rizzante.

martes, 28 de octubre de 2014


Patrimonio inmaterial, turismo y humor

Artículo publicado en  francés en 2013 en L'Atelier du Roman nº73, Flammarion. París. 


París, Carmen Ruiz de Apodaca


El biyelgee mongol; el canto ca trù; el espacio cultural de los suiti; el rito de los Zares de Kalyady; el sanké mon, rito de pesca colectiva en la laguna de Sanké; Semah, ritual de los alevi-bektaşis; el Sinjska Alka, torneo de caballería de Sinj; el sistema normativo de los wayuus, aplicado por el pütchipü´üi (« palabrero »)……

                  Esta extravagante lista, amputada arbitrariamente, me envuelve en la ficción de estar leyendo un poema surrealista. Veo a cinco o seis amigos gamberreando alrededor de un escritorio cruzado por el humo de sus cigarrillos mientras ríen, en trance, ante la ocurrencia poética. La recopilación romántica en busca de lo exótico desconocido. Un Aleph de tradiciones y de historia reunidos en unas pocas frases llenas de color. Un homenaja a Perec y su arte de la clasificación, un guiño al coleccionismo de Benjamin, una melancólica enciclopedia de los muertos. El arte de la catalogación.

Sin embargo, no estamos ante un acto vanguardista, pero casi.  

               ¿Qué es el patrimonio inmaterial ?[1] Sobre todo, un bonito nombre. Más parece un título de una novela de Danilo Kiš o de Italo Calvino. Sugerente, aunque los nombres vinculados a lo no tangible, lo virtual, lo invisible, comienzan a resultarme sospechosos y a asociarlos a otros menos poéticos como hipotecas, déficit y capital. 

                 La idea me gusta. Me resulta tan poética y tan literaria que me cuesta entenderla dentro del marco político internacional. Ahora y aquí, donde todo tiene cabida, donde todo se discute, donde todo es posible -como la creación de una ley que expulse a los muertos de sus infiernos y los lleve directos al paraíso sin necesidad de hacer parada en el denso purgatorio- donde la mezquindad gobierna, surge una iniciativa filantrópica para proteger culturas y tradiciones que se vienen abajo, que se diluyen como toda la tinta de nuestra historia europea en el pantano de nuestro olvido.  

                Me dejo llevar por el altruismo de las naciones en cualquier lugar del globo. Abro los ojos y, un momento, ¿cómo se puede preservar una cultura en un mundo en el que la cultura está mal vista, el mal gusto predomina y lo único permanente es el efímero presente continuo? ¿Cómo se puede « salvaguardar » una cultura sin encerrarla en un museo o en una reserva indígena ? ¿En qué se convierte una práctica tradicional después de ser galardonada con la denominación de Patrimonio Cultural Inmaterial? ¿Habrá que ir a verla? ¿Será parada obligatoria en los tours turísticos que abarrotan las ciudades con historia?   

                Me preocupa el catálogo de requisitos que debe cumplir una manifestación cultural « inmaterial » para llamar la atención del comité de selección de candidatos. Lo que me preocupa es que estos candidatos empiecen a desnaturalizar sus tradiciones para embellecerlas y hacerlas más atractivas a los ojos de la cultura que va a decidir si entra en la lista o no. Por ejemplo, se me ocurre, que una de las condiciones sea que un número, digamos, no más cien de personas mantengan en la actualidad esa tradición. Se me ocurre que una población de, digamos, 120 personas mantiene actualmente una tradición que cumple con el resto de los requisitos. El líder de dicha comunidad ¿podría ser capaz de cometer un genocidio para tener la oportunidad, al menos, de participar? Espero que nadie se irrite por este comentario, como dije al principio, se trata de surrealismo. (Si me he sentido forzada a escribir esta última frase quizás deberíamos plantearnos presentar al Humor como candidato a recibir la mención de Patrimonio Cultural Inmaterial. Creo que cumple todos los requisitos : lo practican muy pocos, está ensombrecido por una cultura dominante –la cultura de la gravedad-, es una práctica liberadora que nos lleva a los orígenes, es un ritual y es únicamente humano. Es único pero tiene diferentes idiomas).

               No cuestiono los objetivos sino las consecuencias. No dudo de las buenas intenciones de la UNESCO, pero me da miedo el efecto. El pánico es el turismo. No sé si está entre las finalidades del proyecto pero algo considerado Patrimonio cultural, inmaterial o no, por la UNESCO es como tres estrellas Michelin en un hotel de Provence. No sé si se quiere activar el turismo en determinadas zonas menos transitadas, pero sí sé que el turismo ha devastado todo resquicio de cultura, que ha violado espacios y monumentos y ha blasfemado en los templos. Aunque parece que el turista (y digo turista, no viajero) representa la sociedad del bienestar, la tolerancia y el diálogo entre culturas. Sí, parece que el turismo es cultura, y que le gusta la cultura. Sí, no hay más que ver los museos: colas que dan la vuelta a los robustos edificios de las más prestigiosas pinacotecas cuyas salas cada vez se parecen más a un concierto de los Rolling Stones. Quien haya sufrido epilepsia sabrá lo peligroso de ese tipo de espectáculos. Las luces blancas intermitentes provocan naturalmente los espasmos. Por eso hay quien va últimamente con gafas de sol a las exposiciones: los flashes constantes de las cámaras de sus turistas podrían provocar una crisis que nada tiene que ver con el mal de Sthendal que, en ese lugar, es lo único que debería provocar. 

¿Qué hace un turista en un museo ?

Hace fotos.

Y ¿qué hace cuando sale del museo ?

Ve las fotos que ha hecho.

¿Qué recuerdo le queda al turista que viene de ver las Meninas ?

           La misma que antes, porque sus ojos no estaban en la imagen real, estaban en su pantalla digital. No podrá decir que ha visto el más impresionante cuadro de Velázquez ; que ha observado sus trazos y ha contemplado la magnitud del lienzo, su luz, sus perspectivas y volúmenes, su arquitectura. No, no podrá. Y al no poder, al no haber querido mirar, se ahorra mucho esfuerzo. Si el turista mira al cuadro de frente, el cuadro le increpa, le agarra por el cuello y lo zarandea, lo remueve por dentro y el turista se queda perplejo y sin ganas de más turismo. El turista no quiere salir transformado del museo, quiere salir igual que entró, con su visera, sus pantalones cortos y su mochila. Quiere seguir pensando en su hipoteca o en los comentarios que recibirá en Facebook en cuanto suba las fotos. El turista entra en el museo porque tiene que entrar, no porque quiera realmente.

            El ejemplo del museo es extensible a todos los lugares en los que se muestran al público determinadas manifestaciones artísticas, como en los cines, los teatros y los conciertos de música clásica. El turista de museo debe aburrirse tanto como el turista de la ópera, que está deseando que suene el último acorde para empezar a toser y que el resto de espectadores comiencen el rosario de toses como el rosario de flashes de sus cámaras fotográficas en el museo. Una forma de protesta o de liberación.   

            El turista ha llenado de olvido las ciudades que ha ido conquistando. Como si esos flashes de las cámaras, desprendieran un poder narcótico que quedara impregnado en las paredes y ya nunca se borrara. Pasear por el Pont des Arts dejará muy pronto de recordarnos a la Maga porque ahora el atractivo lo constituyen los miles de candados que los turistas, -más enamorados en París- han expuesto a lo largo de la barandilla.

            No hay duda de que hacer cola en el Ponte dei Sospiri de Venecia, borra y elimina del imaginario el origen del puente, su melancólica historia. Cuatro siglos. No se puede, con la plaga turística, tener un momento de comunión con el pasado ni con el arte. Al turista no le importa la memoria ni el olvido, pero se siente indefenso si le falta la audioguía y carteles cada vez más grandes, repletos de información. Con esto, lo mismo sería que se quedara en su casa buceando en Wikipedia o en Google imágenes.

             El olvido. Me resulta inevitable recordar las políticas soviéticas empleadas para hacer desaparecer el pasado y eliminar todo vínculo con otro sistema que no fuera el imperante gracias a lo cual, se lograba el narcótico y feliz estado de la inconciencia. Milan Kundera en La Broma lo ilustra con los cambios constantes en los nombres de las calles para borrar la historia y, sin recuerdo, vivir de nuevo en un eterno e inocente retorno sin pasado. Algo parecido a la infantilización de los personajes de Gombrowicz, otros desmemoriados. A Kundera y a Gombrowicz los unen varias cosas, entre ellas, el humor. Kafka sería aquel que se ha convertido en un turista completo, desorientado, engañado y en constante perplejidad.

             Puerilizados, hemos perdido el humor y con ello muchas de las cosas que formaban parte de nuestra cultura. Porque ahora casi todo provoca irritación y se condenan tradiciones y se erradican gestos e incluso (o sobre todo) palabras que nos definen y que nos recuerdan lo que somos. Si las políticas actuales y el modelo de desarrollo impuesto por las potencias occidentales siguen dominando el mundo conocido toda cultura desaparecerá, no importa si quedan 2 personas o 2 billones de personas que pertenezcan a ella. ¿Cómo van a sobrevivir si no pertenecen a este capitalismo atroz, deseoso de que ninguna tradición persista? 

             Recuerdo siempre esta cita del genial escritor italiano, Massimo Rizzante: […] las dos fuerzas que conspiran contra el arte: la exégesis que transforma toda obra en monumento y el turismo que transforma todo monumento en parque infantil. El arte muere por demasiada admiración, pero tampoco sobrevive a  un exceso de inocencia. 

           Si la mirada proteccionista es el mejor gesto que podemos ofrecer, amen. Pero, de la decadencia que nos invade, de la exageración, de la ingenuidad, ¿quién nos protege? 


Carmen Ruiz de Apodaca


[1] El contenido de la expresión “patrimonio cultural” ha cambiado bastante en las últimas décadas, debido en parte a los instrumentos elaborados por la UNESCO. El patrimonio cultural no se limita a monumentos y colecciones de objetos, sino que comprende también tradiciones o expresiones vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes, como tradiciones orales, artes del espectáculo, usos sociales, rituales, actos festivos, conocimientos y prácticas relativos a la naturaleza y el universo, y saberes y técnicas vinculados a la artesanía tradicional..
Pese a su fragilidad, el patrimonio cultural inmaterial es un importante factor del mantenimiento de la diversidad cultural frente a la creciente globalización. La comprensión del patrimonio cultural inmaterial de diferentes comunidades contribuye al diálogo entre culturas y promueve el respeto hacia otros modos de vida. UNESCO

El buen estado de la literatura española actual




                                                   No,  Carmen Ruiz de Apodaca

             Desde hacía dos semanas tenía programada mi celebración del Día del libro: iría a la conferencia que tendría lugar en la Casa de América y cuyo título era el siguiente: América y Europa, Literatura de ida y vuelta: Borges, Calvino, Camus y Cortázar. Los ponentes eran Agustín Fernández Mallo (cuyo acólito literario me inquieta y para verificar o desechar mis prejuicios deseaba conocer en persona), Fernando Iwasaki (autor que forma parte de la “nueva narrativa hispanoamericana” al que he escuchado en varias conferencias sin convencerme demasiado), Juan Gabriel Vásquez (escritor colombiano desconocido para mí) y Benjamín Prado, por todos conocido.

               Mi interés por esta conferencia era doble: por un lado, el título estimulante para todo lector amante del siglo XX; y por otro, oír a estos escritores de los que desconfío bastante -tal vez, por su sospechoso éxito editorial y todo lo que esto conlleva-,  hablando sobre autores en los que sí confío, creadores de espacios literarios, únicamente literarios.

               Iba preparada con mis aristocráticas cuartillas amarillentas, que heredé de mi difunto suegro, dispuesta a tomar notas y sacar conclusiones sobre el modo en que la literatura contemporánea aborda la obra o pensamiento de autores con los que he crecido y han configurado mis primeras ideas literarias y estéticas y que forman un sólido peldaño de la gran escalera de las letras occidentales. Todo mi entusiasmo se quedó en el rellano de esa escalera y por ella bajó rodando mi ilusión al encontrarme a medio Madrid haciendo una cola que daba la vuelta al Palacio de Linares. Me quedé boquiabierta y tuve que cerrar los labios para no dejar salir mis pensamientos de ira verbalizados ante la masa turística del arte.

               No pude entrar. Me quedé un rato apoyada en un coche frente a la procesión de intelectuales que iban entrando a la sala mientras yo me liaba un cigarrillo y observaba los rostros de aquella gente que me había robado mi derecho a acudir a la conferencia. Reconozco que los miré con desprecio, con escepticismo, con soberbia. Me preguntaba si realmente sabían a dónde iban, pues me parecía extraño que todos fueran leyendo con cara de sorpresa el folleto de información del evento y pronunciaran en voz alta el nombre de Borges o Camus, como si lo vieran escrito por primera vez en su vida. ¿Realmente toda aquella gente leía a Borges, a Calvino, a Camus, a Cortázar? Si así fuera, el estado de la literatura actual no sería tan decadente. Más bien creo que conocían a unos ponentes que el mercado editorial se ha ocupado bien de mostrar sus sonrientes rostros en los escaparates de las librerías y en los suplementos literarios sin que esto suponga que nadie haya leído una sola línea de sus exitosas novelas. Pero quién sabe. 

              Así las cosas, me fui con mi decepción a otra parte. Conseguí otro librito de información de conferencias del Día del Libro y busqué otra por la zona. Vi que en la Comunidad, estaba Fernando Trueba dialogando con José María Ridao sobre si ¿Está en crisis la imaginación? No me daba tiempo a escucharla pero después había algo con Luis Alberto de Cuenca, al que la casualidad ha querido que, en los últimos tiempos, me lo encuentre en todos los eventos literarios. Junto con él, hablarían dos desconocidos: María Dueñas y Manuel Francisco Reina. El tema: Cuando la historia y ficción van de la mano. Que estuviera Luis Alberto de Cuenca me aseguraba que alguien iba a hablar con cordura, conocimiento, sensatez y buena dicción. Me arriesgué.

                La sala estaba medio vacía o medio llena, según se mire. Luis Alberto de la Cuenca, como se empeñó en repetir el muchacho progre que presentaba a los ponentes y que luego desapareció, sólo era el moderador. Todo versaba sobre la novela histórica –mala cosa-me dije nada más empezar la charla. El aspecto de María Dueñas me dio bastantes pistas sobre la calidad literaria de su escritura, puede sonar a prejuicio, lo admito, pero pocas veces mi intuición me falla en estas cosas.

               Enseguida empiezan a surgir palabras y oraciones que me horrorizan en tanto que me separan de mi percepción de la literatura: documentación, trama, organigrama de los personajes, actualización, protagonistas femeninas, etc. Manuel Francisco Reina se pone a parafrasear a los estructuralistas y a Lukács para abordar el concepto de novela histórica y a María Dueñas se le vuelven los ojos del revés. Me fijo en sus gestos y tengo la sensación de que no sabe de lo que se está hablando y de que tiembla pensando que le van a hacer comentar las palabras del sabio con coleta que está a su lado. Luis Alberto de Cuenca interrumpe, matiza, afirma, dando apoyo a las palabras de Manolo (si se me permite llamarlo así). María asiente en un silencio lleno de dudas. Manolo, a continuación, pasa a citar a Marguerite Yourcenar, y yo paso a la carcajada mental porque Manolo pronuncia su nombre tal y como está escrito, letra a letra, ni siquiera asimila la “o” a la “u” ni hace de la “c” una consonante fricativa “s”. Me entra un poco de vergüenza ajena teniendo en cuenta la bellísima pronunciación de Luis Alberto de Cuenca en varios idiomas.

                Luego llega el momento cumbre: uno de ellos nombra a Stieg Larsson y entonces todas las cabezas del auditorio se mueven satisfechas en una ola plástica de comprensión. Asienten y giran sus cuellos lanzando sonrisas pletóricas a sus acompañantes. Seguro que si hubieran mentado al Código da Vinci la reacción hubiera sido la misma. 

              Después de tanta erudición la charla se encauza en el sereno río de la  anécdota. Manolo escribe novela histórica ambientada en la época Helenística; María se queda en la guerra civil española. Esto da pie a una estúpida divagación sobre la diferencia entre ambas escrituras. Aquí va una de ellas: es más complicado escribir sobre un pasado cercano que sobre un pasado remoto porque todavía hay supervivientes de aquél cuya memoria no coincide exactamente con los detalles que el escritor aporta sobre tal período. En cambio (ahí va otra estupidez), el novelista que se aleja más de dos mil años en la historia se puede permitir más licencias porque no hay ningún griego superviviente que te diga que a esa columna del templo no le daba la luz o que no se construía con mármol. ¡Semejante tontería! Entonces, los historiadores de arte no tienen ninguna importancia, los libros sobre esa época, los estudios no valen nada, como no hay griegos vivos podemos decir que el coche de Homero aparcó en el puerto de Naxos y que no pudo coger el Ferry porque había huelga de seguridad portuaria. ¿Y los artistas o eruditos que han estudiado el Helenismo y que lo conocen incluso mejor que si lo hubieran vivido? No es necesario hacer hincapié en la idea del distanciamiento para acceder al conocimiento...

            Ahí se queda el debate. María ve un filón interesante y decide entrar. Habla de las cartas que le escriben los lectores de cuatro o cinco folios corrigiendo sus libros. Se lo tiene merecido, pienso, si escribiera literatura, daría igual que el cine Doré lo situara en Vallecas, porque en el pacto de la verdadera ficción se aceptan todas esas licencias. Ahora bien, si decides ambientar una época y quedarte en eso, montar un historia con unas cuantas marionetas que tengan aventuras convencionales, ya que has despreciado la profundidad y posibilidades de la literatura, al menos esfuérzate y no metas la pata. Si no, ¿a qué estamos jugando?

En este momento cerré el boli, guardé mis cuartillas y abandoné la sala. 
Feliz Día del Libro.
23 de abril de 2010, Día Internacional del libro. Madrid.