lunes, 13 de abril de 2020

Te acompaño en el sentimiento


Foto de Carmen Ruiz de Apodaca


Te acompaño en el sentimiento
(En respuesta a las respuestas de "Ojalá la nostalgia")

Queridos amigos, estamos aquí encerrados para celebrar la gloria de la vida, para observar con detenimiento la verdadera naturaleza de las cosas, la escasa importancia que tienen algunas, el gran valor de otras. El poder de la palabra, la consecuencia de los actos… filosofías denominadas religiones se ocupan de esto desde tiempos inmemoriales. La realidad, amigos, no requiere interpretación, de hecho, nuestro trabajo individual debería centrarse solo en eso: en evitar que la mente interprete a su manera lo que la realidad es. Todo lo demás es literatura, donde algunos, irremediablemente, se quedan atrapados. La poesía es el único modo que tenemos para crear nuevas perspectivas, para darle forma a otras visiones de la realidad, que por mero juego, vienen a nuestro encuentro. La literatura y la poesía solo tienen de realidad el hecho de que se sirven de palabras plagadas de una semántica común. La función del poeta es sacudirlas y forzarlas a decir lo que de otro modo no se diría, o a dar volumen a una sensación —real o no— que no todos tienen, no todos observan, experimentan, pero si son sensibles, sienten. La literatura es literatura. Te acompaño en el sentimiento —le dijo el director de la Biblioteca Nacional a mi madre—, te ha salido un hijo poeta. Y mi madre se rio quitándole importancia y dijo, “en mi familia siempre ha habido artistas”, sabiendo que no es verdad, porque la verdad, ella lo sabe muy bien, no reside en las palabras. Las palabras están ahí para que juguemos con ellas, para crear realidades, para inventar códigos, retorcer las mentes, trastornar. Ella lo sabe muy bien, que juega al desapego con ellas desde que es mi madre. Mi madre es la persona menos budista que conozco pero con el lenguaje parece un monje tibetano: no le afectan en absoluto. O quizá un alquimista, las usa como le conviene, las interpreta según la temperatura corporal, en función de la hora o del día de la semana. Las reproduce distorsionadas, les añade diálogos, entonaciones, digresiones que jamás tuvieron lugar en el momento de ser concebidas por la persona a la que mi madre cite. No lo hace por engañar, es que dentro de su mundo que dura un instante —lo mismo que un instante duró la realidad de aquel discurso (todo es impermanente) —, nada le impide decorarlo a su gusto. Esto creaba grandísimos malentendidos en el banco, en la familia, en el colegio, entre sus amistades. Durante muchos años me ha irritado esa manía suya de negarse a reproducir una conversación tal cual fue sin añadirle o quitarle algo para convertirla en cualquier otra cosa. Cuando se lo hacía notar ella se reía, si yo insistía y me ofuscaba, ella se enfadaba y me decía que era una radical de la verdad. Solo con el tiempo me di cuenta de su verdadera libertad. Mi madre es una artista de verdad, una artista budista, no se apega ni a su propio arte, lo regala (mi madre, además, es ilustradora), ni a su colección de sellos que va regalando por todas las casas de sellos y monedas del mundo. La rebeldía de mi madre se concentra en su aparentemente dislocado discurso y no es que no se entere, es que sabe que las cosas no son lo que parecen así que poco importa tratar de reproducir la realidad que dijo alguien, seguro que ese alguien estaba también atrapado en un engaño, el engaño de su mente, de su realidad, de su felicidad, de su arrogancia… Mi madre es  budista, nunca se lo he dicho porque sé que se agarraría a su rosario y empezaría a decirme que de eso nada, que ella es cristiana, apostólica y romana pero yo sé que no es cierto. Lo mismo que tampoco es de derechas, aunque se empeñe en decir que sí. Como tampoco es de izquierdas, lo mismo que yo, aunque se empeñe en tacharme de izquierdista. Pero también es un juego. Mi madre se niega a leer los libros de nuestra inmensa biblioteca, la heredada y la que nos hemos ido haciendo mi hermana y yo cuando empezamos a enfermar de literatura. Sin embargo se devoró mi libro en una semana, claro, el libro de su hijo, el poeta. Mi madre, a quien los libros se le caen de las manos —como se le caen las palabras suyas y ajenas— ha sido la única persona que no ha interpretado mi texto como una llamada de auxilio. Ha sido la única que no se ha preocupado porque sabe que las palabras son solo palabras, que mi prosa busca la poesía, que mi yo cambia constantemente, como las ciudades, como la temperatura, como la verdad, la realidad y las horas. No le den más el pésame a mi madre los libreros, su hijo está encantado de seguir creciendo entre páginas, trayendo ante sí un ápice de su entorno para aumentarlo escandalosamente. Sin lente de aumento no hay juego, pero mi mundo no se reduce a la desposesión, la desposesión es solo uno de los miles de sentimientos que poseo en este momento, y al ser, quizá, poco común, lo literaturizo. Te acompaño en el sentimiento, querido lector, debe ser duro tomárselo todo tan en serio.

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