martes, 28 de octubre de 2014

El buen estado de la literatura española actual




                                                   No,  Carmen Ruiz de Apodaca

             Desde hacía dos semanas tenía programada mi celebración del Día del libro: iría a la conferencia que tendría lugar en la Casa de América y cuyo título era el siguiente: América y Europa, Literatura de ida y vuelta: Borges, Calvino, Camus y Cortázar. Los ponentes eran Agustín Fernández Mallo (cuyo acólito literario me inquieta y para verificar o desechar mis prejuicios deseaba conocer en persona), Fernando Iwasaki (autor que forma parte de la “nueva narrativa hispanoamericana” al que he escuchado en varias conferencias sin convencerme demasiado), Juan Gabriel Vásquez (escritor colombiano desconocido para mí) y Benjamín Prado, por todos conocido.

               Mi interés por esta conferencia era doble: por un lado, el título estimulante para todo lector amante del siglo XX; y por otro, oír a estos escritores de los que desconfío bastante -tal vez, por su sospechoso éxito editorial y todo lo que esto conlleva-,  hablando sobre autores en los que sí confío, creadores de espacios literarios, únicamente literarios.

               Iba preparada con mis aristocráticas cuartillas amarillentas, que heredé de mi difunto suegro, dispuesta a tomar notas y sacar conclusiones sobre el modo en que la literatura contemporánea aborda la obra o pensamiento de autores con los que he crecido y han configurado mis primeras ideas literarias y estéticas y que forman un sólido peldaño de la gran escalera de las letras occidentales. Todo mi entusiasmo se quedó en el rellano de esa escalera y por ella bajó rodando mi ilusión al encontrarme a medio Madrid haciendo una cola que daba la vuelta al Palacio de Linares. Me quedé boquiabierta y tuve que cerrar los labios para no dejar salir mis pensamientos de ira verbalizados ante la masa turística del arte.

               No pude entrar. Me quedé un rato apoyada en un coche frente a la procesión de intelectuales que iban entrando a la sala mientras yo me liaba un cigarrillo y observaba los rostros de aquella gente que me había robado mi derecho a acudir a la conferencia. Reconozco que los miré con desprecio, con escepticismo, con soberbia. Me preguntaba si realmente sabían a dónde iban, pues me parecía extraño que todos fueran leyendo con cara de sorpresa el folleto de información del evento y pronunciaran en voz alta el nombre de Borges o Camus, como si lo vieran escrito por primera vez en su vida. ¿Realmente toda aquella gente leía a Borges, a Calvino, a Camus, a Cortázar? Si así fuera, el estado de la literatura actual no sería tan decadente. Más bien creo que conocían a unos ponentes que el mercado editorial se ha ocupado bien de mostrar sus sonrientes rostros en los escaparates de las librerías y en los suplementos literarios sin que esto suponga que nadie haya leído una sola línea de sus exitosas novelas. Pero quién sabe. 

              Así las cosas, me fui con mi decepción a otra parte. Conseguí otro librito de información de conferencias del Día del Libro y busqué otra por la zona. Vi que en la Comunidad, estaba Fernando Trueba dialogando con José María Ridao sobre si ¿Está en crisis la imaginación? No me daba tiempo a escucharla pero después había algo con Luis Alberto de Cuenca, al que la casualidad ha querido que, en los últimos tiempos, me lo encuentre en todos los eventos literarios. Junto con él, hablarían dos desconocidos: María Dueñas y Manuel Francisco Reina. El tema: Cuando la historia y ficción van de la mano. Que estuviera Luis Alberto de Cuenca me aseguraba que alguien iba a hablar con cordura, conocimiento, sensatez y buena dicción. Me arriesgué.

                La sala estaba medio vacía o medio llena, según se mire. Luis Alberto de la Cuenca, como se empeñó en repetir el muchacho progre que presentaba a los ponentes y que luego desapareció, sólo era el moderador. Todo versaba sobre la novela histórica –mala cosa-me dije nada más empezar la charla. El aspecto de María Dueñas me dio bastantes pistas sobre la calidad literaria de su escritura, puede sonar a prejuicio, lo admito, pero pocas veces mi intuición me falla en estas cosas.

               Enseguida empiezan a surgir palabras y oraciones que me horrorizan en tanto que me separan de mi percepción de la literatura: documentación, trama, organigrama de los personajes, actualización, protagonistas femeninas, etc. Manuel Francisco Reina se pone a parafrasear a los estructuralistas y a Lukács para abordar el concepto de novela histórica y a María Dueñas se le vuelven los ojos del revés. Me fijo en sus gestos y tengo la sensación de que no sabe de lo que se está hablando y de que tiembla pensando que le van a hacer comentar las palabras del sabio con coleta que está a su lado. Luis Alberto de Cuenca interrumpe, matiza, afirma, dando apoyo a las palabras de Manolo (si se me permite llamarlo así). María asiente en un silencio lleno de dudas. Manolo, a continuación, pasa a citar a Marguerite Yourcenar, y yo paso a la carcajada mental porque Manolo pronuncia su nombre tal y como está escrito, letra a letra, ni siquiera asimila la “o” a la “u” ni hace de la “c” una consonante fricativa “s”. Me entra un poco de vergüenza ajena teniendo en cuenta la bellísima pronunciación de Luis Alberto de Cuenca en varios idiomas.

                Luego llega el momento cumbre: uno de ellos nombra a Stieg Larsson y entonces todas las cabezas del auditorio se mueven satisfechas en una ola plástica de comprensión. Asienten y giran sus cuellos lanzando sonrisas pletóricas a sus acompañantes. Seguro que si hubieran mentado al Código da Vinci la reacción hubiera sido la misma. 

              Después de tanta erudición la charla se encauza en el sereno río de la  anécdota. Manolo escribe novela histórica ambientada en la época Helenística; María se queda en la guerra civil española. Esto da pie a una estúpida divagación sobre la diferencia entre ambas escrituras. Aquí va una de ellas: es más complicado escribir sobre un pasado cercano que sobre un pasado remoto porque todavía hay supervivientes de aquél cuya memoria no coincide exactamente con los detalles que el escritor aporta sobre tal período. En cambio (ahí va otra estupidez), el novelista que se aleja más de dos mil años en la historia se puede permitir más licencias porque no hay ningún griego superviviente que te diga que a esa columna del templo no le daba la luz o que no se construía con mármol. ¡Semejante tontería! Entonces, los historiadores de arte no tienen ninguna importancia, los libros sobre esa época, los estudios no valen nada, como no hay griegos vivos podemos decir que el coche de Homero aparcó en el puerto de Naxos y que no pudo coger el Ferry porque había huelga de seguridad portuaria. ¿Y los artistas o eruditos que han estudiado el Helenismo y que lo conocen incluso mejor que si lo hubieran vivido? No es necesario hacer hincapié en la idea del distanciamiento para acceder al conocimiento...

            Ahí se queda el debate. María ve un filón interesante y decide entrar. Habla de las cartas que le escriben los lectores de cuatro o cinco folios corrigiendo sus libros. Se lo tiene merecido, pienso, si escribiera literatura, daría igual que el cine Doré lo situara en Vallecas, porque en el pacto de la verdadera ficción se aceptan todas esas licencias. Ahora bien, si decides ambientar una época y quedarte en eso, montar un historia con unas cuantas marionetas que tengan aventuras convencionales, ya que has despreciado la profundidad y posibilidades de la literatura, al menos esfuérzate y no metas la pata. Si no, ¿a qué estamos jugando?

En este momento cerré el boli, guardé mis cuartillas y abandoné la sala. 
Feliz Día del Libro.
23 de abril de 2010, Día Internacional del libro. Madrid.

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