sábado, 18 de abril de 2020

Un homme qui dort




Foto de Carmen Ruiz de Apodaca: Metafísica pura II

I

Ayer fue un día, por la mañana me levanté, por la noche me acosté. Tuve sueños atroces y lúcidos. Los recuerdo al detalle. Antes de ayer fue un día. Me desperté y desayuné. Por la noche me acosté y no dormí. Hace tres días me levanté de la cama, no había pegado ojo en toda la noche. Me hice un café. Hace una semana fui al supermercado. Hacía una semana que no iba a hacer la compra. Adquirí tres plantas tristes para compartir nuestra tristeza e intercambiar la luz que nos queda. Hace tres semanas me desperté, me hice un café. Por la noche me acosté. No dormí. Hace una década colgué los pocos cuadros e ilustraciones que me traje. Han ido cambiando de sitio porque el adhesivo que tengo no los sostiene. No he podido hacerme con marcos. En la prehistoria de esta historia se caían constantemente. De hecho no duraban ni siquiera una hora y me sobresaltaba cada vez que los oía deslizarse por las paredes nuevas hasta yacer en el suelo (en los espacios nuevos, todo ruido se manifiesta como una alucinación cuya entidad hay que descartar). Algunos se han despuntado. Llevan mucho tiempo sin caerse. Han debido de acostumbrarse a la quietud, al silencio. Se han quedado pegados, en pausa, quizá para adaptarse a los tiempos que corren. Hace dos semanas o cuatro me desperté, me hice un café. Reviví con detalle los sueños que había tenido. El café sabe a rayos. Cada diez días salgo a comprar o cada semana. Compro siempre un café diferente. Cada vez es peor. Hace diez días compré el café más caro de la historia. Se deja beber. Hace una semana me llamó un antiguo amante. No, lo cierto es que me llamó antes de ayer, pero estaba convencida de que había sido hace diecisiete días. Entonces solo antes de ayer me llamó mi mejor amiga, creí no haber hablado con ella desde hacía veinte días. Limpié el baño ayer, ¿o fue el mes pasado? He lavado de nuevo mi ropa a mano. Cada vez que lavo la ropa pienso en todas las veces que he visto hacerlo en el Ganges. Me falta algo áspero donde frotar. Quizá una piedra. Hace un mes y medio o dos semanas atrás, me arañé a mí misma mientras lavaba la ropa. Me hice un tajo en un dedo que parecía hecho con una daga. Me corto las uñas cada tres días o cada dos semanas más o menos. Lavar toallas a mano es un desafío. He lavado la alfombra del baño. No lo volveré a hacer. He lavado las dos alfombras de la cocina. En cuanto se sequen las guardo en el armario. Es más fácil fregar el suelo. Lavo la ropa en un cubo rosa. Tengo un montón de detergente. He debido de hacerlo veinte veces desde que estoy aquí. Quizá solo lo he hecho tres veces. No sé desde cuándo estoy aquí, más bien no sé qué es aquí ni cuándo es hoy.

II

He creado una rutina. La rutina del silencio y de la ausencia. Las paredes están ahí, siempre en el mismo sitio. La casa sigue vacía, a medio hacer. Como yo, a medio ser. Mi vida es medio vida. Mi armario, medio armario. Mi cocina, medio cocina. Las estanterías están medio vacías. Las paredes, medio desnudas. Soy medio residente, me falta mi tarjeta que lo atestigüe. Tengo un medio teléfono nacional, no tengo contrato de piso, tengo una cuenta en dólares de la que no poseo tarjeta, es una medio cuenta, y una cuenta en euros cuya tarjeta poseo pero no tiene dinero. No tengo cuenta bancaria aquí. Mi padrón está en otro país, ni siquiera el mío, pero tampoco en el que estoy, si es que estoy en alguno. Soy un medio ciudadano de tres partes del mundo. Las ventanas solo medio cierran y tengo solo una medio intimidad: entran los ruidos y las cucarachas y el calor, que cada vez se va haciendo más presente. Es lo único que se va haciendo más presente, que cobra cuerpo: el calor, el ruido y la peste que entra desde algún lado. Se me están acabando las velas que compré para el quemador que compré, en un ataque de lucidez, justo antes de que todo se detuviera, para aromatizar el espacio con mis esencias.

III

Hace veinte días o una semana me desperté, me hice un café. A la hora de la comida quemé lo que estaba cocinando. De pronto empezó a sonar un timbre que nunca había oído. Busqué un telefonillo. ¿No hay telefonillo? Entonces me acerqué a los dos teléfonos de oficina que hay en mi guarida y que nunca he usado. No sé su número ni conozco ningún número al que llamar. Descolgué con temor uno de ellos. Oí el tono prolongado de la línea. Descolgué él otro. Una voz masculina me preguntaba si estaba cocinando. “Sí”, dije. Respondió algo más que no entendí y colgó. Quizá no son horas de cocinar… ¿a qué hora se come aquí? Volví a la cocina a remediar mi comida chamuscada. Enseguida volvió a sonar otro timbre diferente del anterior. Miré a mi alrededor, en las paredes, en el techo. Sonó de nuevo el timbre, un sonido seco. ¿La puerta? Fui a la puerta. Abrí y me encontré con un hombre pequeño con mascarilla y un extintor de incendios en sus brazos. Estuve a punto de levantar los brazos en señal de paz, con mi cucharón de madera en la mano, con mis minúsculos pantalones cortos y en sujetador cayéndome las gotas de sudor por todo el cuerpo. A su izquierda había otro hombre pequeño con una caja de herramientas a sus pies. Tras un momento de confusión entendí que había saltado la alarma de incendios de mi espacio, una alarma silenciosa que nunca oí. Los dos hombres entraron y me pidieron una escalera. No sabía si vestirme y dedicarme a observarlos trabajar o salvar de algún modo mi comida con el atuendo con el que me habían pillado. ¿Se estarían ofendiendo? ¿Eran estas horas de cocinar? ¿Eran estas maneras de estar en una casa?

IV

Hay un niño que sale a dar gritos a la piscina, lo veo desde mi ventana. La piscina la vaciaron una semana después de llegar yo, no sé hace cuánto tiempo, diría que eones pero quizá es solo un par de meses. La piscina no tiene agua pero tiene plantas y luz. Querría bajar a darme un baño de sol, aunque fuera de pie. Hay un niño que baja todos los días con su joven madre a media tarde. Ocupan el espacio de plantas de la piscina y el niño se descarga pegando gritos, seguramente, de alegría. Grita y corretea. Me alegro de que sea niño. Al principio me molestaban sus gritos, pero enseguida pensé: es un niño, necesita gritar y correr y desfogarse. Un día, hace uno o dos siglos, me envalentoné y me decidí a bajar yo también a la piscina por la mañana cuando no hay nadie y aprovechar dos o tres rayos de sol. Llené de café recién hecho el termo que compré para llevar a mi nuevo trabajo justo un día antes de que los trabajos dejaran de ser lo que eran. Nunca en la vida he tenido un termo ni un trabajo al que llevarlo. Me puse crema solar en la cara. Hice una respiración profunda y abrí la puerta de casa. “Tranquila, no pasa nada. Si alguien te dice que te vayas pues te vas”, me dije. Cerré la puerta por fuera. El olor a perro mojado del pasillo me provocó una arcada. Continué por el pasillo y tomé la escalera en busca del acceso a la piscina. Bajé un tramo y ahí estaba la puerta de cristal con un enorme letrero colgado alertando del cierre de la piscina por mantenimiento. Mi excursión con mi termo duró exactamente 4 minutos. Regresé a la oscuridad de mi guarida con las piernas acalambradas. Pasé el resto del día tomando café del termo.
Una semana después, o dos o tres, o quizá solo hace cuatro días, volví a llenarme de valor al ver otro rayo de sol y decidí bajar de nuevo, esta vez sin termo. La vez anterior me había paralizado el cartel, pero ¿qué era un cartel? El cartel no decía “prohibido el paso” sino que la piscina estaba cerrada por mantenimiento. El niño seguía dando sus gritos puntualmente cada tarde. Yo no haría ruido. Abrí la puerta de mi guarida, respiré profundamente y me enfilé hacia las escaleras. “Esta vez abriré la puerta”. Llegué hasta la puerta de cristal y hierro. Miré el pomo con cierto recelo, debí haber bajado el desinfectante de manos, pensé. Lo agarré y tiré de él. No se movía. Empujé. No se movía. Entonces vi un pesado pestillo que se interponía entre el quicio y la puerta. En mi llavero había tres llaves. Una de ellas debía de ser la de la piscina. Las probé todas. Ninguna abrió la puerta tras la cual aguardaban preciosos los rayos del sol, las sombras graciosas de las plantas, el frescor o el calor de la brisa que todo espacio abierto recibe. Regresé sobre mis pasos y volví a abrir la puerta de mi celda. La excursión, esta vez, duró 6 minutos. Esa misma tarde, los chillidos del niño dejaron de causarme empatía y amor. Acrecentaron mi desasosiego y mi sensación de desposesión. De satélite perdido que ha entrado en la órbita de un planeta desconocido en una galaxia remota. Fuera de onda, fuera de alcance.

0

El peligro del encierro es la animalización. Uno se puede convertir en bestia salvaje, sin escrúpulos, encabronarse y emprender esa vía que el maldito Darwin impuso sobre la supremacía y la lucha por la vida. Uno puede convertirse, por el contrario, en animal moribundo, en perro asustado y desaliñado. La animalización es susceptible de pasar por múltiples estadios, desde la dejadez y pérdida progresiva de las costumbres de higiene, a la insensibilidad, a la irritabilidad, a la pérdida del habla, a las maneras.

 XXI

Pienso en los libros y objetos que se encuentran encerrados dentro de cajas preparadas para una mudanza que nunca se realizó y me identifico plenamente con ellos: todos en un limbo, mis cosas y yo, en un espacio intermedio donde no corre el aire.

lunes, 13 de abril de 2020

Te acompaño en el sentimiento


Foto de Carmen Ruiz de Apodaca


Te acompaño en el sentimiento
(En respuesta a las respuestas de "Ojalá la nostalgia")

Queridos amigos, estamos aquí encerrados para celebrar la gloria de la vida, para observar con detenimiento la verdadera naturaleza de las cosas, la escasa importancia que tienen algunas, el gran valor de otras. El poder de la palabra, la consecuencia de los actos… filosofías denominadas religiones se ocupan de esto desde tiempos inmemoriales. La realidad, amigos, no requiere interpretación, de hecho, nuestro trabajo individual debería centrarse solo en eso: en evitar que la mente interprete a su manera lo que la realidad es. Todo lo demás es literatura, donde algunos, irremediablemente, se quedan atrapados. La poesía es el único modo que tenemos para crear nuevas perspectivas, para darle forma a otras visiones de la realidad, que por mero juego, vienen a nuestro encuentro. La literatura y la poesía solo tienen de realidad el hecho de que se sirven de palabras plagadas de una semántica común. La función del poeta es sacudirlas y forzarlas a decir lo que de otro modo no se diría, o a dar volumen a una sensación —real o no— que no todos tienen, no todos observan, experimentan, pero si son sensibles, sienten. La literatura es literatura. Te acompaño en el sentimiento —le dijo el director de la Biblioteca Nacional a mi madre—, te ha salido un hijo poeta. Y mi madre se rio quitándole importancia y dijo, “en mi familia siempre ha habido artistas”, sabiendo que no es verdad, porque la verdad, ella lo sabe muy bien, no reside en las palabras. Las palabras están ahí para que juguemos con ellas, para crear realidades, para inventar códigos, retorcer las mentes, trastornar. Ella lo sabe muy bien, que juega al desapego con ellas desde que es mi madre. Mi madre es la persona menos budista que conozco pero con el lenguaje parece un monje tibetano: no le afectan en absoluto. O quizá un alquimista, las usa como le conviene, las interpreta según la temperatura corporal, en función de la hora o del día de la semana. Las reproduce distorsionadas, les añade diálogos, entonaciones, digresiones que jamás tuvieron lugar en el momento de ser concebidas por la persona a la que mi madre cite. No lo hace por engañar, es que dentro de su mundo que dura un instante —lo mismo que un instante duró la realidad de aquel discurso (todo es impermanente) —, nada le impide decorarlo a su gusto. Esto creaba grandísimos malentendidos en el banco, en la familia, en el colegio, entre sus amistades. Durante muchos años me ha irritado esa manía suya de negarse a reproducir una conversación tal cual fue sin añadirle o quitarle algo para convertirla en cualquier otra cosa. Cuando se lo hacía notar ella se reía, si yo insistía y me ofuscaba, ella se enfadaba y me decía que era una radical de la verdad. Solo con el tiempo me di cuenta de su verdadera libertad. Mi madre es una artista de verdad, una artista budista, no se apega ni a su propio arte, lo regala (mi madre, además, es ilustradora), ni a su colección de sellos que va regalando por todas las casas de sellos y monedas del mundo. La rebeldía de mi madre se concentra en su aparentemente dislocado discurso y no es que no se entere, es que sabe que las cosas no son lo que parecen así que poco importa tratar de reproducir la realidad que dijo alguien, seguro que ese alguien estaba también atrapado en un engaño, el engaño de su mente, de su realidad, de su felicidad, de su arrogancia… Mi madre es  budista, nunca se lo he dicho porque sé que se agarraría a su rosario y empezaría a decirme que de eso nada, que ella es cristiana, apostólica y romana pero yo sé que no es cierto. Lo mismo que tampoco es de derechas, aunque se empeñe en decir que sí. Como tampoco es de izquierdas, lo mismo que yo, aunque se empeñe en tacharme de izquierdista. Pero también es un juego. Mi madre se niega a leer los libros de nuestra inmensa biblioteca, la heredada y la que nos hemos ido haciendo mi hermana y yo cuando empezamos a enfermar de literatura. Sin embargo se devoró mi libro en una semana, claro, el libro de su hijo, el poeta. Mi madre, a quien los libros se le caen de las manos —como se le caen las palabras suyas y ajenas— ha sido la única persona que no ha interpretado mi texto como una llamada de auxilio. Ha sido la única que no se ha preocupado porque sabe que las palabras son solo palabras, que mi prosa busca la poesía, que mi yo cambia constantemente, como las ciudades, como la temperatura, como la verdad, la realidad y las horas. No le den más el pésame a mi madre los libreros, su hijo está encantado de seguir creciendo entre páginas, trayendo ante sí un ápice de su entorno para aumentarlo escandalosamente. Sin lente de aumento no hay juego, pero mi mundo no se reduce a la desposesión, la desposesión es solo uno de los miles de sentimientos que poseo en este momento, y al ser, quizá, poco común, lo literaturizo. Te acompaño en el sentimiento, querido lector, debe ser duro tomárselo todo tan en serio.

Ojalá la nostalgia

Foto de Carmen Ruiz de Apodaca. Metafísica pura I

Publicado en la Voz de Almería el 31/03/2020


OJALÁ LA NOSTALGIA

Que se acabe el pan o la leche, para muchos es una bendición: por fin hay un motivo justificado para salir a la calle, una calle vacía y silenciosa, metafísica como ha aparecido muchas veces en sueños. Porque solo en los sueños los hombres llevan sus labios sellados, su gesto oculto tras una tela que los aísla de su humor, que no contagia expresión sino ocultamiento. Para muchos salir a la calle en estos días es una experiencia nueva, una reconstrucción de la realidad que siempre les ha circundado. Quizá sienten la ausencia. La nostalgia del cotidiano murmullo de la vida en la ciudad. El recuerdo de esa esquina donde una vez un tipo despistado te dio un pisotón porque iba chateando con el móvil ajeno a todo lo que le rodeaba, metido en su entropía social, la entropía a la que estábamos acostumbrándonos en esta era digital. La floristería, ahora cerrada, nos recuerda el aroma de las rosas y los nardos cuando salíamos del mercado y nos impregnaba el olor que borraba de golpe los aromas de los puestos de verdura y fruta. Las calles están llenas de vida incluso ahora, en su ausencia de vida, siguen estando repletas de recuerdos y memorias. Han transformado sus sonidos, su imagen, pero siguen resonando en ellas los pasos discontinuos de aquella noche en que volvimos a casa abrazados a unos brazos nuevos; la persiana cerrada de aquel bar donde perdimos una vez la conciencia o bailamos hasta que las piernas cedieron o el alcohol se expandió anegándonos como un sunami; el banco del paseo marítimo donde vimos un atardecer que nos llegó a las entrañas y nos sacó de nosotros; el semáforo donde siempre te juegas la vida, el rincón que contiene las voces de un vendedor de cupones de la ONCE. Las calles mantienen la resonancia de nuestros pasos, de nuestro vivir cotidiano. Hemos dejado de habitarlas solo a medias; hemos cambiado el modo de habitarlas, pero mantienen su memoria, nos siguen hablando aunque quizá lo hacen en un lenguaje diferente, en otra frecuencia.
Las ciudades pueden ser más o menos auténticas. Las del mediterráneo, aunque los planes urbanísticos demenciales de los últimos decenios se empeñen en disminuirlas a suvenir de asfalto, conservan aún cierta autenticidad. Aunque sea de ruina. Pero incluso las persianas echadas, durante años, de ciertos negocios que llevan en su encierro mucho más tiempo debido a otras crisis, nos remiten también a algún recuerdo quizá de la infancia.

Sin embargo a mí, que se me acabe el pan o la leche no me produce ninguna satisfacción porque salir a la calle es exponerme a la soledad plástica de un espacio vacío y deshumanizado. Los altos rascacielos de las inmensas avenidas desconocidas por donde no transita un solo coche, por donde no camina un solo ser, me miran desde lo alto de su impersonalidad empequeñeciéndome y haciéndome sentir aún más ajena, una extraterrestre. Las inmensas avenidas circundadas de rascacielos de cristal, sus anchas aceras que no se pueden cruzar si no es por un subterráneo igualmente vacío, me devuelven un silencio atronador, un silencio existencial, una hostilidad galáctica. En ninguna esquina se acumula un pedazo de memoria, ninguna intersección me devuelve un recuerdo, ningún portal me regala una nostalgia, ninguna brisa me trasporta a ninguna isla, ningún rostro me trae un paisaje, ninguna sombra me protege del sol abrasador, ningún recoveco me cobija. Las flores de los parques reservan sus perfumes para transportar a otras gentes; las esculturas de las enormes plazas conmemoran héroes que me son ajenos y ahí, en la absoluta soledad de mi pequeño cuerpo, nada comunica conmigo. Los ojos de los filipinos no me habitan, no sé quiénes son, qué hombre o mujer se esconde tras esas máscaras. No tengo memoria, no me ha dado tiempo a entender ni uno solo de sus códigos. No quiero ir al supermercado, que son supermercados inmensos dentro de centros comerciales para ricos que ahora están cerrados. Debo pasar por esos mastodónticos mausoleos del consumo atravesando la nada del agujero negro que me acompaña y que se refleja en los escaparates de Vuiton, Gucci, Armani, y McDonalds y Starbucks y 7 eleven que se multiplican cada 300 metros multiplicando mi lejanía, cerrados a cal y canto como mi experiencia, cerrada a cal y canto, sin darme la posibilidad de tener una relación natural con un entorno artificial. No hay nada. Ni siquiera yo. O quizá solo soy yo, vagando por las calles de una ciudad inconmensurable, sin saber si mi atuendo es adecuado, si mis hombros descubiertos son adecuados, si comprar cigarrillos es adecuado, si represento un peligro o una presa. Porque no he tenido tiempo de saber dónde estoy ni quién es la gente que habita estas tierras; si las miradas de los filipinos y las sonrisas que intuyo bajo sus máscaras son sinceras o impostadas; si debo hablar con naturalidad y cercanía o debo protegerme ante una barrera social que desconozco. Vivo en Manila desde hace casi un mes y solo he intercambiado tres palabras con hombres del supermercado y con el portero del edificio. A mí, que me encanta devorar las ciudades, morder la vida, arrancar los secretos a las tribus, penetrar en las miradas y en los cuerpos, infiltrarme en las vidas ajenas, retorcer los códigos, bailar entre culturas me veo arrinconada a una conversación de ascensor, dominada, a su vez, por el temor a un contagio; mutilada al discurso de lo que valen las verduras una vez por semana. Se me caen los pesos y los dólares y los euros por el canal abierto de mi distorsión. Una vez por semana me asomo a esta ciudad titánica y desposeída, plagada de bancos y entradas de lujo a edificios de lujo que en su impertinente silencio me desplazan, me echan de su centro. Podría dar una vuelta a la manzana, pero la desposesión de la ausencia de una ausencia me vacía aún más. No tengo memorias, ninguna esquina me depara un encuentro, ningún árbol repite el eco de un secreto robado, mi sombra me despista y se desplaza por las calles en curva de mi barrio que fue construido sobre las pistas del antiguo aeropuerto. Y esta idea me saquea un poco más de todo lo vivo, porque el aeropuerto es tierra de nadie, es fuera de lugar o lugar tan común que desaparece; es tránsito, es escala pero jamás será hogar. Las calles de mi barrio dan vueltas gigantescas, hechas a medida de los giros gigantescos que deben dar los aviones. Tengo miles de historias de aeropuertos, nunca pensé que acabaría viviendo en uno.