El trance de la traducción
Revisando No somos los úlitmos en Rishikesh (India).
Foto: Carmen Ruiz de Apodaca. 2015.
Para mí la traducción es
la mejor forma de homenaje pero es también una actividad lúdica: casi siempre
traduzco por placer. Empecé a traducir a poetas surrealistas franceses, como
Robert Desnos, por el mero hecho de jugar con la forma.
Hay quien traduce para acercarse a la obra de un
autor y comprenderlo mejor. José María
Valverde, uno de los traductores españoles más prolíferos del siglo XX tradujo,
por ejemplo, el gran volumen de Humboldt sobre la diversidad de la estructura
lingüística para entenderlo bien. Para él la traducción era la manera de saber
realmente si un autor le gustaba o no. Efectivamente, cuando uno traduce
vampiriza al autor, se apropia de su discurso y penetra en la profundidad de su
obra. Yo, como traductora, también vampirizo al autor pero no es esto lo que me
empuja a la traducción. No es la curiosidad -más propia del lector- sino la
atracción por la obra lo que me impulsa a hacerlo, como si estuviera movida por
una fuerza magnética poco racional. Esta fuerza crea una suerte de inversión en
el juego vampírico: no soy yo quien me apropio de la mirada, sino que el autor,
la obra, la mirada del autor me atraen hasta tal punto que siento el deseo de
poseerlo. Y no hay mayor posesión que el lenguaje. Traducir a un autor es como
tragarse a ese autor: no es el traductor quien posee al autor, es el autor
quien posee (en el sentido de ocupar el alma) al traductor. El traductor,
poseído por el autor, hace hablar a este por medio de su voz, de su lengua.
Así, el traductor no es más que un médium, un puente entre una lengua y otra,
un ente invisible. Cuando traduzco debo sentir el arrebato que me anula y hace
hablar al autor: el autor me dirige, me domina. Sigo sus deseos que también son
los míos en una especie de juego erótico en el que solo se tocan las palabras.
El Vampiro. Foto: Carmen Ruiz de Apodaca.
Se dice que todo traductor literario es un escritor
frustrado. Puede ser, pero yo más bien creo que se trata de un escritor
perezoso que prefiere que le dicten de manera organizada lo que también está en
su mente. Quizá quien lo sienta así, quien se siente un escritor frustrado, es
quien trata de dejar su huella, quien modifica, quien interviene, quien reclama
su lugar en la obra. A este propósito, en el diálogo con Milan Kundera –el
quinto de los nueve que forman Diálogos de la forma perdida de Massimo
Rizzante- el escritor checo habla precisamente de la torpeza del traductor (que
yo llamo traductor-interventor) que en lugar de respetar la obra se la apropia,
la viola y crea un artefacto nuevo. Narra Kundera su total estupefacción ante
la primera traducción al francés de su novela, La broma, que no era una
traducción sino una versión –por no decir, perversión- de la novela original:
“la primera traducción de La broma era un verdadero desastre, contenía
todo lo que detestaba: vocabulario rebuscado, adición de metáforas ornamentales,
sofisticaciones, exageraciones, no había nada natural[1]”.
En oposición a este traductor-interventor, yo creo en
la invisibilidad del traductor, en su anulación, en su desaparición, en su
estado catártico y placentero de ser mero tránsito, puente, canal sin ego. En
mi caso, este trance no me resulta nada difícil porque lo que dice Rizzante es
lo que yo diría, y lo dice en la misma forma y con el mismo tono que yo usaría,
por tanto, mi único mérito es dominar mi lengua y, quizá, un universo de
lecturas que enriquecen mi interpretación.
Empecé a traducir a
Massimo Rizzante porque sentí el impulso de pasar por mi lengua su discurso, es
decir, por admiración, como homenaje. Nada más empezar a leer No somos los
últimos (ensayo publicado en Italia en 2008 cuya traducción emprendí casi de
inmediato por puro placer y que no se publicaría hasta 2015) sentí el impulso
de traducirlo porque todo lo decía era lo que yo pensaba y, como yo ya no lo
iba a escribir -porque ya estaba dicho y porque además yo pertenezco a esa
especie de escritor perezoso- disfrutaría del tránsito de ponerlo en mi lengua.
Además, sentía el deseo de que todos los hispanohablantes leyeran aquel ensayo
fundamental en el que se pone en movimiento la literatura y el pensamiento no como
entes aislados y ajenos a la vida sino precisamente como nutrientes de esta,
como lugar de aprendizaje, de crecimiento, de interpretación. Y donde, además
de enfrentarse a ciertos cánones académicos y tendencias contemporáneas, está,
por encima de todo, el amor y el placer de la imaginación.
Traduzco a Rizzante
porque hay una comunicación entre su pensamiento y el mío. Nunca tengo dudas de
lo que puede estar queriendo decir. La traducción fluye al igual que mi mente y
se convierte en un mero transvase de palabras en el que a veces me detengo para
degustar la magistral resolución de una idea o para dejar salir la carcajada
ante la agudeza irónica de sus analogías. A menudo empiezo a traducir un
párrafo y antes de llegar al final sé qué ideas va a enlazar y cómo va a
terminar. La música de su pensamiento vibra en mi misma frecuencia. Obviamente
hay momentos de duda, que tienen que ver con el léxico o con una anécdota de un
libro que no he leído, pero de manera general cuando traduzco a Rizzante el
espíritu de Rizzante me posee y yo solo tecleo y disfruto del paseo literario.
Por tanto, en la base del
arte de traducir –la traducción también es un arte- está el placer, y este
placer, como característica específica de este arte, se articula, en mi
opinión, en tres ejes: el homenaje, la posesión y la invisibilidad.
Ciudad de México,
noviembre de 2016
Presentación de Diálogos de la forma perdida.
Universidad del Calustro de Sor Juana.
[1] Diálogos de la forma perdida.
Massimo Rizzante. Ai Trani
Editores. México. 2016. Trad. Carmen Ruiz de Apodaca.
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