martes, 28 de octubre de 2014


Patrimonio inmaterial, turismo y humor

Artículo publicado en  francés en 2013 en L'Atelier du Roman nº73, Flammarion. París. 


París, Carmen Ruiz de Apodaca


El biyelgee mongol; el canto ca trù; el espacio cultural de los suiti; el rito de los Zares de Kalyady; el sanké mon, rito de pesca colectiva en la laguna de Sanké; Semah, ritual de los alevi-bektaşis; el Sinjska Alka, torneo de caballería de Sinj; el sistema normativo de los wayuus, aplicado por el pütchipü´üi (« palabrero »)……

                  Esta extravagante lista, amputada arbitrariamente, me envuelve en la ficción de estar leyendo un poema surrealista. Veo a cinco o seis amigos gamberreando alrededor de un escritorio cruzado por el humo de sus cigarrillos mientras ríen, en trance, ante la ocurrencia poética. La recopilación romántica en busca de lo exótico desconocido. Un Aleph de tradiciones y de historia reunidos en unas pocas frases llenas de color. Un homenaja a Perec y su arte de la clasificación, un guiño al coleccionismo de Benjamin, una melancólica enciclopedia de los muertos. El arte de la catalogación.

Sin embargo, no estamos ante un acto vanguardista, pero casi.  

               ¿Qué es el patrimonio inmaterial ?[1] Sobre todo, un bonito nombre. Más parece un título de una novela de Danilo Kiš o de Italo Calvino. Sugerente, aunque los nombres vinculados a lo no tangible, lo virtual, lo invisible, comienzan a resultarme sospechosos y a asociarlos a otros menos poéticos como hipotecas, déficit y capital. 

                 La idea me gusta. Me resulta tan poética y tan literaria que me cuesta entenderla dentro del marco político internacional. Ahora y aquí, donde todo tiene cabida, donde todo se discute, donde todo es posible -como la creación de una ley que expulse a los muertos de sus infiernos y los lleve directos al paraíso sin necesidad de hacer parada en el denso purgatorio- donde la mezquindad gobierna, surge una iniciativa filantrópica para proteger culturas y tradiciones que se vienen abajo, que se diluyen como toda la tinta de nuestra historia europea en el pantano de nuestro olvido.  

                Me dejo llevar por el altruismo de las naciones en cualquier lugar del globo. Abro los ojos y, un momento, ¿cómo se puede preservar una cultura en un mundo en el que la cultura está mal vista, el mal gusto predomina y lo único permanente es el efímero presente continuo? ¿Cómo se puede « salvaguardar » una cultura sin encerrarla en un museo o en una reserva indígena ? ¿En qué se convierte una práctica tradicional después de ser galardonada con la denominación de Patrimonio Cultural Inmaterial? ¿Habrá que ir a verla? ¿Será parada obligatoria en los tours turísticos que abarrotan las ciudades con historia?   

                Me preocupa el catálogo de requisitos que debe cumplir una manifestación cultural « inmaterial » para llamar la atención del comité de selección de candidatos. Lo que me preocupa es que estos candidatos empiecen a desnaturalizar sus tradiciones para embellecerlas y hacerlas más atractivas a los ojos de la cultura que va a decidir si entra en la lista o no. Por ejemplo, se me ocurre, que una de las condiciones sea que un número, digamos, no más cien de personas mantengan en la actualidad esa tradición. Se me ocurre que una población de, digamos, 120 personas mantiene actualmente una tradición que cumple con el resto de los requisitos. El líder de dicha comunidad ¿podría ser capaz de cometer un genocidio para tener la oportunidad, al menos, de participar? Espero que nadie se irrite por este comentario, como dije al principio, se trata de surrealismo. (Si me he sentido forzada a escribir esta última frase quizás deberíamos plantearnos presentar al Humor como candidato a recibir la mención de Patrimonio Cultural Inmaterial. Creo que cumple todos los requisitos : lo practican muy pocos, está ensombrecido por una cultura dominante –la cultura de la gravedad-, es una práctica liberadora que nos lleva a los orígenes, es un ritual y es únicamente humano. Es único pero tiene diferentes idiomas).

               No cuestiono los objetivos sino las consecuencias. No dudo de las buenas intenciones de la UNESCO, pero me da miedo el efecto. El pánico es el turismo. No sé si está entre las finalidades del proyecto pero algo considerado Patrimonio cultural, inmaterial o no, por la UNESCO es como tres estrellas Michelin en un hotel de Provence. No sé si se quiere activar el turismo en determinadas zonas menos transitadas, pero sí sé que el turismo ha devastado todo resquicio de cultura, que ha violado espacios y monumentos y ha blasfemado en los templos. Aunque parece que el turista (y digo turista, no viajero) representa la sociedad del bienestar, la tolerancia y el diálogo entre culturas. Sí, parece que el turismo es cultura, y que le gusta la cultura. Sí, no hay más que ver los museos: colas que dan la vuelta a los robustos edificios de las más prestigiosas pinacotecas cuyas salas cada vez se parecen más a un concierto de los Rolling Stones. Quien haya sufrido epilepsia sabrá lo peligroso de ese tipo de espectáculos. Las luces blancas intermitentes provocan naturalmente los espasmos. Por eso hay quien va últimamente con gafas de sol a las exposiciones: los flashes constantes de las cámaras de sus turistas podrían provocar una crisis que nada tiene que ver con el mal de Sthendal que, en ese lugar, es lo único que debería provocar. 

¿Qué hace un turista en un museo ?

Hace fotos.

Y ¿qué hace cuando sale del museo ?

Ve las fotos que ha hecho.

¿Qué recuerdo le queda al turista que viene de ver las Meninas ?

           La misma que antes, porque sus ojos no estaban en la imagen real, estaban en su pantalla digital. No podrá decir que ha visto el más impresionante cuadro de Velázquez ; que ha observado sus trazos y ha contemplado la magnitud del lienzo, su luz, sus perspectivas y volúmenes, su arquitectura. No, no podrá. Y al no poder, al no haber querido mirar, se ahorra mucho esfuerzo. Si el turista mira al cuadro de frente, el cuadro le increpa, le agarra por el cuello y lo zarandea, lo remueve por dentro y el turista se queda perplejo y sin ganas de más turismo. El turista no quiere salir transformado del museo, quiere salir igual que entró, con su visera, sus pantalones cortos y su mochila. Quiere seguir pensando en su hipoteca o en los comentarios que recibirá en Facebook en cuanto suba las fotos. El turista entra en el museo porque tiene que entrar, no porque quiera realmente.

            El ejemplo del museo es extensible a todos los lugares en los que se muestran al público determinadas manifestaciones artísticas, como en los cines, los teatros y los conciertos de música clásica. El turista de museo debe aburrirse tanto como el turista de la ópera, que está deseando que suene el último acorde para empezar a toser y que el resto de espectadores comiencen el rosario de toses como el rosario de flashes de sus cámaras fotográficas en el museo. Una forma de protesta o de liberación.   

            El turista ha llenado de olvido las ciudades que ha ido conquistando. Como si esos flashes de las cámaras, desprendieran un poder narcótico que quedara impregnado en las paredes y ya nunca se borrara. Pasear por el Pont des Arts dejará muy pronto de recordarnos a la Maga porque ahora el atractivo lo constituyen los miles de candados que los turistas, -más enamorados en París- han expuesto a lo largo de la barandilla.

            No hay duda de que hacer cola en el Ponte dei Sospiri de Venecia, borra y elimina del imaginario el origen del puente, su melancólica historia. Cuatro siglos. No se puede, con la plaga turística, tener un momento de comunión con el pasado ni con el arte. Al turista no le importa la memoria ni el olvido, pero se siente indefenso si le falta la audioguía y carteles cada vez más grandes, repletos de información. Con esto, lo mismo sería que se quedara en su casa buceando en Wikipedia o en Google imágenes.

             El olvido. Me resulta inevitable recordar las políticas soviéticas empleadas para hacer desaparecer el pasado y eliminar todo vínculo con otro sistema que no fuera el imperante gracias a lo cual, se lograba el narcótico y feliz estado de la inconciencia. Milan Kundera en La Broma lo ilustra con los cambios constantes en los nombres de las calles para borrar la historia y, sin recuerdo, vivir de nuevo en un eterno e inocente retorno sin pasado. Algo parecido a la infantilización de los personajes de Gombrowicz, otros desmemoriados. A Kundera y a Gombrowicz los unen varias cosas, entre ellas, el humor. Kafka sería aquel que se ha convertido en un turista completo, desorientado, engañado y en constante perplejidad.

             Puerilizados, hemos perdido el humor y con ello muchas de las cosas que formaban parte de nuestra cultura. Porque ahora casi todo provoca irritación y se condenan tradiciones y se erradican gestos e incluso (o sobre todo) palabras que nos definen y que nos recuerdan lo que somos. Si las políticas actuales y el modelo de desarrollo impuesto por las potencias occidentales siguen dominando el mundo conocido toda cultura desaparecerá, no importa si quedan 2 personas o 2 billones de personas que pertenezcan a ella. ¿Cómo van a sobrevivir si no pertenecen a este capitalismo atroz, deseoso de que ninguna tradición persista? 

             Recuerdo siempre esta cita del genial escritor italiano, Massimo Rizzante: […] las dos fuerzas que conspiran contra el arte: la exégesis que transforma toda obra en monumento y el turismo que transforma todo monumento en parque infantil. El arte muere por demasiada admiración, pero tampoco sobrevive a  un exceso de inocencia. 

           Si la mirada proteccionista es el mejor gesto que podemos ofrecer, amen. Pero, de la decadencia que nos invade, de la exageración, de la ingenuidad, ¿quién nos protege? 


Carmen Ruiz de Apodaca


[1] El contenido de la expresión “patrimonio cultural” ha cambiado bastante en las últimas décadas, debido en parte a los instrumentos elaborados por la UNESCO. El patrimonio cultural no se limita a monumentos y colecciones de objetos, sino que comprende también tradiciones o expresiones vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes, como tradiciones orales, artes del espectáculo, usos sociales, rituales, actos festivos, conocimientos y prácticas relativos a la naturaleza y el universo, y saberes y técnicas vinculados a la artesanía tradicional..
Pese a su fragilidad, el patrimonio cultural inmaterial es un importante factor del mantenimiento de la diversidad cultural frente a la creciente globalización. La comprensión del patrimonio cultural inmaterial de diferentes comunidades contribuye al diálogo entre culturas y promueve el respeto hacia otros modos de vida. UNESCO

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