lunes, 17 de abril de 2017

El trance de la traducción

El trance de la traducción


Revisando No somos los úlitmos en Rishikesh (India).
Foto: Carmen Ruiz de Apodaca. 2015.



                  Para mí la traducción es la mejor forma de homenaje pero es también una actividad lúdica: casi siempre traduzco por placer. Empecé a traducir a poetas surrealistas franceses, como Robert Desnos, por el mero hecho de jugar con la forma.
                Hay quien traduce para acercarse a la obra de un autor y comprenderlo mejor.  José María Valverde, uno de los traductores españoles más prolíferos del siglo XX tradujo, por ejemplo, el gran volumen de Humboldt sobre la diversidad de la estructura lingüística para entenderlo bien. Para él la traducción era la manera de saber realmente si un autor le gustaba o no. Efectivamente, cuando uno traduce vampiriza al autor, se apropia de su discurso y penetra en la profundidad de su obra. Yo, como traductora, también vampirizo al autor pero no es esto lo que me empuja a la traducción. No es la curiosidad -más propia del lector- sino la atracción por la obra lo que me impulsa a hacerlo, como si estuviera movida por una fuerza magnética poco racional. Esta fuerza crea una suerte de inversión en el juego vampírico: no soy yo quien me apropio de la mirada, sino que el autor, la obra, la mirada del autor me atraen hasta tal punto que siento el deseo de poseerlo. Y no hay mayor posesión que el lenguaje. Traducir a un autor es como tragarse a ese autor: no es el traductor quien posee al autor, es el autor quien posee (en el sentido de ocupar el alma) al traductor. El traductor, poseído por el autor, hace hablar a este por medio de su voz, de su lengua. Así, el traductor no es más que un médium, un puente entre una lengua y otra, un ente invisible. Cuando traduzco debo sentir el arrebato que me anula y hace hablar al autor: el autor me dirige, me domina. Sigo sus deseos que también son los míos en una especie de juego erótico en el que solo se tocan las palabras.

El Vampiro. Foto: Carmen Ruiz de Apodaca.

                Se dice que todo traductor literario es un escritor frustrado. Puede ser, pero yo más bien creo que se trata de un escritor perezoso que prefiere que le dicten de manera organizada lo que también está en su mente. Quizá quien lo sienta así, quien se siente un escritor frustrado, es quien trata de dejar su huella, quien modifica, quien interviene, quien reclama su lugar en la obra. A este propósito, en el diálogo con Milan Kundera –el quinto de los nueve que forman Diálogos de la forma perdida de Massimo Rizzante- el escritor checo habla precisamente de la torpeza del traductor (que yo llamo traductor-interventor) que en lugar de respetar la obra se la apropia, la viola y crea un artefacto nuevo. Narra Kundera su total estupefacción ante la primera traducción al francés de su novela, La broma, que no era una traducción sino una versión –por no decir, perversión- de la novela original: “la primera traducción de La broma era un verdadero desastre, contenía todo lo que detestaba: vocabulario rebuscado, adición de metáforas ornamentales, sofisticaciones, exageraciones, no había nada natural[1]”.
                En oposición a este traductor-interventor, yo creo en la invisibilidad del traductor, en su anulación, en su desaparición, en su estado catártico y placentero de ser mero tránsito, puente, canal sin ego. En mi caso, este trance no me resulta nada difícil porque lo que dice Rizzante es lo que yo diría, y lo dice en la misma forma y con el mismo tono que yo usaría, por tanto, mi único mérito es dominar mi lengua y, quizá, un universo de lecturas que enriquecen mi interpretación.
Empecé a traducir a Massimo Rizzante porque sentí el impulso de pasar por mi lengua su discurso, es decir, por admiración, como homenaje. Nada más empezar a leer No somos los últimos (ensayo publicado en Italia en 2008 cuya traducción emprendí casi de inmediato por puro placer y que no se publicaría hasta 2015) sentí el impulso de traducirlo porque todo lo decía era lo que yo pensaba y, como yo ya no lo iba a escribir -porque ya estaba dicho y porque además yo pertenezco a esa especie de escritor perezoso- disfrutaría del tránsito de ponerlo en mi lengua. Además, sentía el deseo de que todos los hispanohablantes leyeran aquel ensayo fundamental en el que se pone en movimiento la literatura y el pensamiento no como entes aislados y ajenos a la vida sino precisamente como nutrientes de esta, como lugar de aprendizaje, de crecimiento, de interpretación. Y donde, además de enfrentarse a ciertos cánones académicos y tendencias contemporáneas, está, por encima de todo, el amor y el placer de la imaginación.
Traduzco a Rizzante porque hay una comunicación entre su pensamiento y el mío. Nunca tengo dudas de lo que puede estar queriendo decir. La traducción fluye al igual que mi mente y se convierte en un mero transvase de palabras en el que a veces me detengo para degustar la magistral resolución de una idea o para dejar salir la carcajada ante la agudeza irónica de sus analogías. A menudo empiezo a traducir un párrafo y antes de llegar al final sé qué ideas va a enlazar y cómo va a terminar. La música de su pensamiento vibra en mi misma frecuencia. Obviamente hay momentos de duda, que tienen que ver con el léxico o con una anécdota de un libro que no he leído, pero de manera general cuando traduzco a Rizzante el espíritu de Rizzante me posee y yo solo tecleo y disfruto del paseo literario.
Por tanto, en la base del arte de traducir –la traducción también es un arte- está el placer, y este placer, como característica específica de este arte, se articula, en mi opinión, en tres ejes: el homenaje, la posesión y la invisibilidad.


Ciudad de México, noviembre de 2016
Presentación de Diálogos de la forma perdida.
Universidad del Calustro de Sor Juana.


[1] Diálogos de la forma perdida. Massimo Rizzante. Ai Trani Editores. México. 2016. Trad. Carmen Ruiz de Apodaca.