domingo, 7 de octubre de 2012

María Kodama vs Rita Gombrowicz


MARÍA KODAMA VERSUS RITA GOMBROWICZ
 Villa Alexandria, Vence. Carmen Ruiz de Apodaca

Mi atípica familia y yo llegamos a Vence en agosto de 2009. La única razón de nuestra estancia en Vence era Witold Gombrowicz. Allí pasó sus últimos años de vida tras volver de Argentina, allí vivió con Rita -una canadiense que más tarde se convertiría en Rita Gombrowicz-; allí escribió Testamento; allí están su casa y su tumba. En Vence nadie conoce a Witold Gombrowicz.
La casualidad quiso que nuestra llegada coincidiera con el 40 aniversario de la muerte del polaco y con una celebración franco-polaca capitaneada por la serena Rita (cuerpito de Bikini, que decía Gombrowicz).
De camino al cementerio compramos un ramo de claveles un poco tristes, era lo único decente que había en el mercado. Cuando llegamos, ya había un grupo de personas esperando en la entrada. Nos pusimos a buscar a Rita sin saber cómo era su rostro. Una grotesca y sonriente mujer vestida de rosa fucsia con el pelo negrísimo y muy largo, los ojos azules y la cara pintarrajeada, gorda y grande, de  nariz aguileña me hizo pensar que era ella. No nos quitaba ojo de encima. Yvonne de Borgoña. Una pobre mujer trastornada por cinco años de convivencia con el señor Gombrowicz, pensé. Cuando estábamos llegando a la tumba, una mujer rubia vestida de negro –y que mi marido decía que era la verdadera Rita- se dio la vuelta y nos preguntó quiénes éramos. “Somos el elemento Gombrowicziano”, dijimos al unísono mientras el pequeño se reía por lo bajo. Sorprendentemente, ella también se rió y se deshizo en agradecimientos y cariñosas palabras. Nos prometió presentarnos a toda la corte que allí se reunía entre los que nos señaló a la auténtica Rita. 
Tumba de W. Gombrowicz en su 40 aniversario de su muerte (Vence). Carmen Ruiz de Apodaca
 El acto fue de una ligereza sorprendente y más que una ceremonia fue una charla distendida sobre el escritor y sus extravagancias. Allí estábamos -unas diez personas-, muertas de risa frente a su tumba. Rita nos saludó emocionada y charló con nosotros ante las expectantes miradas de todos los presentes: la mujer de fucsia, la mujer de negro, el alcalde –que era exactamente igual que el mayordomo de Drácula, si no Drácula mismo-, el concejal de cultura, un hombre con gafas de sol y pinta de mafioso que intervino cuando hablamos de Gabriel Ferrater, que tradujo a Gombrowicz del francés y que fue a Vence poco antes de que el polaco muriera. Rita conocía perfectamente las ediciones españolas de la obra de su difunto esposo, conocía a los traductores, a los editores, las fechas de publicación, con primorosa memoria.

Hablar con la viuda de Gombrowicz era como adentrarse en un mundo irreal o hiperreal. Después de tanto Gombrowicz a lo largo del año —después de leer sus artículos caníbales, de una coherencia aplastante en relación con el resto de su obra, y llegar a la conclusión de que fue el último genio del siglo XX— escuchar la voz y sentir el cuerpo de quien fue su última compañera era un privilegio que no se desarrolló como tal sino con una fluidez casi mágica.
Nos invitaron a la misa que se celebraba en la catedral de Vence, nos invitaron al almuerzo, nos pidieron nuestros datos para mantener el contacto…era como si nosotros les hubiéramos rescatado del olvido, o tal vez de la muerte, como si nuestra presencia hubiera vuelto contingente aquel acto.

La misa fue un espectáculo. Yo no dejaba de preguntarme lo que pensaría Gombrowicz si pudiera salir de su estado de muerto y observara por una mirilla lo que estaba ocurriendo en su memoria. Habían venido de Polonia unos treinta niños cantores, de entre 7 y 18 años, con sus trajes tradicionales. El cura pronunció y cantó la misa en polaco y en francés, lo que prolongó considerablemente la ceremonia. Irradiaba una felicidad fuera de lo común, se movía de un lado a otro del altar y daba pequeños saltitos cuando empezaban los cantos instando al auditorio a acompañar al coro. Parecía como si hubiera estado preparándose toda su vida para ese momento.
 

Pensaba en el espíritu de Gombrowicz retorciéndose de risa. Gombrowicz, que se ha pasado la vida escribiendo contra los polacos, luchando contra la polonidad, el polaco anti-polaco —que, por otro lado nunca abandonó su lengua—, el exiliado, el eterno toca pelotas de la intelectualidad polaca siendo ahora objeto de culto y ceremonia al más puro estilo polaco. La pastoral polaca reunida en Vence para honorar a Gombrowicz, para morirse de risa.

No nos pudimos quedar al almuerzo porque nos quedaba un largo camino por delante. Nos despedimos del alcalde, de la mujer de negro y de Rita quien volvió a obsequiarnos con su encantadora amabilidad, con su sencilla presencia. Le dimos nuestra dirección y deseamos mutuamente volver a vernos.
 

Rita Gombrowicz. Foto de Rafał Michałowski 

Cuando subimos al coche, a la una de ese mediodía brillante y soleado, me puse a pensar en Rita Gombrowicz, viuda del escritor polaco Witold Gombrowicz, y en María Kodama, viuda del escritor argentino Jorge Luis Borges. La relación es obvia como la de un quiasmo pero había otra conexión que me situaba en el centro de esa equis y no la había reconocido hasta ahora. Lo último que había hecho antes de iniciar el viaje a Francia fue conocer a María Kodama en Almería. Nada me había hecho sospechar que fuera a encontrarme a la viuda de Borges en Almería pero el caprichoso azar vino a mi feliz encuentro como tantas otras veces. El motivo de su estancia era presentar una exposición de fotografías tomadas por ella misma (aunque, a decir verdad, ella sale en casi todas) durante sus viajes con el señor Borges.

María Kodama nos explicó, risueña, todas las imágenes. Hablaba con convicción, sus palabras (o más bien las de Borges) brotaban aceleradas, como si el espíritu de Borges la hubiera poseído y fuera este quien contara las anécdotas de sus elocuentes vivencias.
El encuentro fue extraño, mi sensación diría que fue hostil. Mientras llegaba la gran viuda empecé a entrar en un estado de sonambulismo inoculado por ese espacio dedicado a Borges. Pensé en cómo había ido cayendo una mitificación o más bien mistificación que había creado en torno a él en mis primeros años de pasión literaria en los que empecé a descubrir el vasto universo de la poesía y donde Borges me guiaba con su paternal mano. De la emoción pasé al desagrado. Tanto Borges, tanto Borges. Me di cuenta de que me traían sin cuidado sus viajes y sus poemas espontáneos que surgían, según María Kodama, en medio del desierto o frente a un inmenso brioch; poemas que contenían la verdad del universo, el origen de las filosofías gnósticas, la piedra angular de la cabalística, la correspondencia matemática con lo infinito y la muerte, solo por un objeto que habían fotografiado y lo habían alzado en el trono de lo sagrado después de haber sido tocado por la palabra del dios Borges. Un pedante acomplejado y homosexual que sufrió una traumática adolescencia e hizo de su erudición un bastión infranqueable, demasiado sólido, demasiado alto. Escupía esos pensamientos sin darme cuenta, mientras María hablaba dirigiéndome intensas miradas. ¿Cuántas veces habrá contado lo mismo? Y ahí sigue, dentro de su fortaleza borgiana, bebiendo del pasado, bebiendo de la sombra. Mis pensamientos se confundían, ¿por qué trataba así a Maria Kodama? No estaba viendo a María Kodama, viuda de Jorge Luis Borges, me estaba viendo a mí hace diez años ebria de fantasía y literatura en la buhardilla de mi casa, con mi hermana y nuestros amigos malditos escribiendo relatos borgianos absolutamente narcotizados por su escritura, dejándonos llevar por un fluido completamente acrítico. 
 
María Kodama en el Museo de Almería (2009). Carmen Ruiz de Apodaca 
                Cuando llegué a casa, después del empalago de adulación del que hace gala la provincia cuando recibe a determinados personajes, en este caso, la Kodama, escribí un relato diabólico. Rabioso. Mordaz. Nada tenía que ver con Borges, al que sigo admirando aunque no idealizando.




Ahora pienso en el fantasma de Borges, atrincherado en la sobriedad del Museo, fluyendo por la boca de María y en el fantasma de Gombrowicz, descojonado bajo el altar, cantando a través del cura franco-polaco.

            Gombrowicz y Borges. Sus viudas. Empecé en Borges y acabé en Gombrowicz o, lo que es lo mismo, empecé por la literatura y acabé en la vida. Y con la tumba de Gombrowicz en la mente, la espléndida luz del verano pegando sobre el cristal del coche en el que recorríamos kilómetros franceses, recordé inevitablemente la frase inolvidable que gritó el polaco desde el barco que lo devolvía a Europa tras su largo y azaroso exilio en la Argentina: «¡Muchachos, maten a Borges!» 

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