Patrimonio inmaterial, turismo y
humor
Artículo publicado en francés en 2013 en L'Atelier du Roman nº73, Flammarion. París.
Artículo publicado en francés en 2013 en L'Atelier du Roman nº73, Flammarion. París.
París, Carmen Ruiz de Apodaca
El
biyelgee mongol; el canto ca trù; el espacio cultural de los suiti; el rito de
los Zares de Kalyady; el sanké mon, rito de pesca colectiva en la laguna de
Sanké; Semah, ritual de los alevi-bektaşis; el
Sinjska Alka, torneo de caballería de Sinj; el sistema normativo de los wayuus,
aplicado por el pütchipü´üi (« palabrero »)……
Esta
extravagante lista, amputada arbitrariamente, me envuelve en la ficción de
estar leyendo un poema surrealista. Veo a cinco o seis amigos gamberreando
alrededor de un escritorio cruzado por el humo de sus cigarrillos mientras
ríen, en trance, ante la ocurrencia poética. La recopilación romántica en busca
de lo exótico desconocido. Un Aleph de tradiciones y de historia reunidos en
unas pocas frases llenas de color. Un homenaja a Perec y su arte de la
clasificación, un guiño al coleccionismo de Benjamin, una melancólica
enciclopedia de los muertos. El arte de la catalogación.
Sin embargo, no
estamos ante un acto vanguardista, pero casi.
¿Qué es el
patrimonio inmaterial ?[1] Sobre todo, un bonito
nombre. Más parece un título de una novela de Danilo Kiš
o de Italo Calvino. Sugerente, aunque los nombres vinculados a lo no tangible,
lo virtual, lo invisible, comienzan a resultarme sospechosos y a asociarlos a
otros menos poéticos como hipotecas, déficit y capital.
La idea me
gusta. Me resulta tan poética y tan literaria que me cuesta entenderla dentro
del marco político internacional. Ahora y aquí, donde todo tiene cabida, donde
todo se discute, donde todo es posible -como la creación de una ley que expulse
a los muertos de sus infiernos y los lleve directos al paraíso sin necesidad de
hacer parada en el denso purgatorio- donde la mezquindad gobierna, surge una
iniciativa filantrópica para proteger culturas y tradiciones que se vienen
abajo, que se diluyen como toda la tinta de nuestra historia europea en el
pantano de nuestro olvido.
Me dejo llevar
por el altruismo de las naciones en cualquier lugar del globo. Abro los ojos y,
un momento, ¿cómo se puede preservar una cultura en un mundo en el que la
cultura está mal vista, el mal gusto predomina y lo único permanente es el
efímero presente continuo? ¿Cómo se puede « salvaguardar » una
cultura sin encerrarla en un museo o en una reserva indígena ? ¿En qué se
convierte una práctica tradicional después de ser galardonada con la
denominación de Patrimonio Cultural Inmaterial? ¿Habrá que ir a verla? ¿Será
parada obligatoria en los tours turísticos que abarrotan las ciudades con
historia?
Me preocupa el catálogo de
requisitos que debe cumplir una manifestación cultural « inmaterial »
para llamar la atención del comité de selección de candidatos. Lo que me
preocupa es que estos candidatos empiecen a desnaturalizar sus tradiciones para
embellecerlas y hacerlas más atractivas a los ojos de la cultura que va a
decidir si entra en la lista o no. Por ejemplo, se me ocurre, que una de las
condiciones sea que un número, digamos, no más cien de personas mantengan en la
actualidad esa tradición. Se me ocurre que una población de, digamos, 120
personas mantiene actualmente una tradición que cumple con el resto de los
requisitos. El líder de dicha comunidad ¿podría ser capaz de cometer un
genocidio para tener la oportunidad, al menos, de participar? Espero que nadie
se irrite por este comentario, como dije al principio, se trata de surrealismo.
(Si me he sentido forzada a escribir esta última frase quizás deberíamos
plantearnos presentar al Humor como candidato a recibir la mención de
Patrimonio Cultural Inmaterial. Creo que cumple todos los requisitos : lo
practican muy pocos, está ensombrecido por una cultura dominante –la cultura de
la gravedad-, es una práctica liberadora que nos lleva a los orígenes, es un
ritual y es únicamente humano. Es único pero tiene diferentes idiomas).
No cuestiono los
objetivos sino las consecuencias. No dudo de las buenas intenciones de la
UNESCO, pero me da miedo el efecto. El pánico es el turismo. No sé si está
entre las finalidades del proyecto pero algo considerado Patrimonio cultural,
inmaterial o no, por la UNESCO es como tres estrellas Michelin en un hotel de
Provence. No sé si se quiere activar el turismo en determinadas zonas menos
transitadas, pero sí sé que el turismo ha devastado todo resquicio de cultura,
que ha violado espacios y monumentos y ha blasfemado en los templos. Aunque
parece que el turista (y digo turista, no viajero) representa la sociedad del
bienestar, la tolerancia y el diálogo entre culturas. Sí, parece que el turismo
es cultura, y que le gusta la cultura. Sí, no hay más que ver los museos: colas
que dan la vuelta a los robustos edificios de las más prestigiosas pinacotecas
cuyas salas cada vez se parecen más a un concierto de los Rolling Stones. Quien
haya sufrido epilepsia sabrá lo peligroso de ese tipo de espectáculos. Las
luces blancas intermitentes provocan naturalmente los espasmos. Por eso hay
quien va últimamente con gafas de sol a las exposiciones: los flashes
constantes de las cámaras de sus turistas podrían provocar una crisis que nada
tiene que ver con el mal de Sthendal que, en ese lugar, es lo único que debería
provocar.
¿Qué hace un
turista en un museo ?
Hace fotos.
Y ¿qué hace
cuando sale del museo ?
Ve las fotos que
ha hecho.
¿Qué recuerdo le
queda al turista que viene de ver las Meninas ?
La misma que
antes, porque sus ojos no estaban en la imagen real, estaban en su pantalla
digital. No podrá decir que ha visto el más impresionante cuadro de
Velázquez ; que ha observado sus trazos y ha contemplado la magnitud del
lienzo, su luz, sus perspectivas y volúmenes, su arquitectura. No, no podrá. Y
al no poder, al no haber querido mirar, se ahorra mucho esfuerzo. Si el
turista mira al cuadro de frente, el cuadro le increpa, le agarra por el cuello
y lo zarandea, lo remueve por dentro y el turista se queda perplejo y sin ganas
de más turismo. El turista no quiere salir transformado del museo, quiere salir
igual que entró, con su visera, sus pantalones cortos y su mochila. Quiere
seguir pensando en su hipoteca o en los comentarios que recibirá en Facebook en
cuanto suba las fotos. El turista entra en el museo porque tiene que entrar, no
porque quiera realmente.
El ejemplo del
museo es extensible a todos los lugares en los que se muestran al público
determinadas manifestaciones artísticas, como en los cines, los teatros y los
conciertos de música clásica. El turista de museo debe aburrirse tanto como el
turista de la ópera, que está deseando que suene el último acorde para empezar
a toser y que el resto de espectadores comiencen el rosario de toses como el rosario
de flashes de sus cámaras fotográficas en el museo. Una forma de protesta o de
liberación.
El turista ha
llenado de olvido las ciudades que ha ido conquistando. Como si esos flashes de
las cámaras, desprendieran un poder narcótico que quedara impregnado en las
paredes y ya nunca se borrara. Pasear por el Pont des Arts dejará muy pronto de
recordarnos a la Maga porque ahora el atractivo lo constituyen los miles de
candados que los turistas, -más enamorados en París- han expuesto a lo largo de
la barandilla.
No hay duda de
que hacer cola en el Ponte dei Sospiri de Venecia, borra y elimina del
imaginario el origen del puente, su melancólica historia. Cuatro siglos. No se
puede, con la plaga turística, tener un momento de comunión con el pasado ni
con el arte. Al turista no le importa la memoria ni el olvido, pero se siente
indefenso si le falta la audioguía y carteles cada vez más grandes, repletos de
información. Con esto, lo mismo sería que se quedara en su casa buceando en
Wikipedia o en Google imágenes.
El olvido. Me
resulta inevitable recordar las políticas soviéticas empleadas para hacer
desaparecer el pasado y eliminar todo vínculo con otro sistema que no fuera el
imperante gracias a lo cual, se lograba el narcótico y feliz estado de la
inconciencia. Milan Kundera en La Broma
lo ilustra con los cambios constantes en los nombres de las calles para borrar
la historia y, sin recuerdo, vivir de nuevo en un eterno e inocente retorno sin
pasado. Algo parecido a la infantilización de los personajes de Gombrowicz,
otros desmemoriados. A Kundera y a Gombrowicz los unen varias cosas, entre ellas,
el humor. Kafka sería aquel que se ha convertido en un turista completo,
desorientado, engañado y en constante perplejidad.
Puerilizados, hemos perdido el humor y con ello
muchas de las cosas que formaban parte de nuestra cultura. Porque ahora casi
todo provoca irritación y se condenan tradiciones y se erradican gestos e
incluso (o sobre todo) palabras que nos definen y que nos recuerdan lo que somos.
Si las políticas actuales y el modelo de desarrollo impuesto
por las potencias occidentales siguen dominando el mundo conocido toda cultura
desaparecerá, no importa si quedan 2 personas o 2 billones de personas que
pertenezcan a ella. ¿Cómo van a
sobrevivir si no pertenecen a este capitalismo atroz, deseoso de que ninguna
tradición persista?
Recuerdo siempre esta cita del genial escritor
italiano, Massimo Rizzante: […] las dos fuerzas que conspiran contra el arte: la
exégesis que transforma toda obra en monumento y el turismo que transforma todo
monumento en parque infantil. El
arte muere por demasiada admiración, pero tampoco sobrevive a un exceso de inocencia.
Si la mirada
proteccionista es el mejor gesto que podemos ofrecer, amen. Pero, de la
decadencia que nos invade, de la exageración, de la ingenuidad, ¿quién nos
protege?
Carmen Ruiz de Apodaca
[1]
El contenido de la expresión “patrimonio cultural”
ha cambiado bastante en las últimas décadas, debido en parte a los instrumentos
elaborados por la UNESCO. El patrimonio cultural no se limita a monumentos y
colecciones de objetos, sino que comprende también tradiciones o expresiones
vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes,
como tradiciones orales, artes del espectáculo, usos sociales, rituales, actos
festivos, conocimientos y prácticas relativos a la naturaleza y el universo, y
saberes y técnicas vinculados a la artesanía tradicional..
Pese a su
fragilidad, el patrimonio cultural inmaterial es un importante factor del
mantenimiento de la diversidad cultural frente a la creciente globalización. La
comprensión del patrimonio cultural inmaterial de diferentes comunidades
contribuye al diálogo entre culturas y promueve el respeto hacia otros modos de
vida. UNESCO