MARÍA KODAMA VERSUS RITA GOMBROWICZ
Mi
atípica familia y yo llegamos a Vence en agosto de 2009. La única razón de
nuestra estancia en Vence era Witold Gombrowicz. Allí pasó sus últimos años de
vida tras volver de Argentina, allí vivió con Rita -una canadiense que más
tarde se convertiría en Rita Gombrowicz-; allí escribió Testamento; allí están su casa y su tumba. En Vence nadie conoce a
Witold Gombrowicz.
La casualidad
quiso que nuestra llegada coincidiera con el 40 aniversario de la muerte del
polaco y con una celebración franco-polaca capitaneada por la serena
Rita (cuerpito de Bikini, que decía Gombrowicz).
De camino al
cementerio compramos un ramo de claveles un poco tristes, era lo único decente
que había en el mercado. Cuando llegamos, ya había un grupo de personas
esperando en la entrada. Nos pusimos a buscar a Rita sin saber cómo era su
rostro. Una grotesca y sonriente mujer vestida de rosa fucsia con el pelo
negrísimo y muy largo, los ojos azules y la cara pintarrajeada, gorda y grande,
de nariz aguileña me hizo pensar que era
ella. No nos quitaba ojo de encima. Yvonne de Borgoña. Una pobre mujer
trastornada por cinco años de convivencia con el señor Gombrowicz, pensé. Cuando
estábamos llegando a la tumba, una mujer rubia vestida de negro –y que mi
marido decía que era la verdadera Rita- se dio la vuelta y nos preguntó quiénes
éramos. “Somos el elemento Gombrowicziano”, dijimos al unísono mientras el
pequeño se reía por lo bajo. Sorprendentemente, ella también se rió y se
deshizo en agradecimientos y cariñosas palabras. Nos prometió presentarnos a
toda la corte que allí se reunía entre los que nos señaló a la auténtica Rita.
Tumba de W. Gombrowicz en su 40 aniversario de su muerte (Vence). Carmen Ruiz de Apodaca
El acto fue de una ligereza sorprendente y más que una ceremonia fue una charla distendida sobre el escritor y
sus extravagancias. Allí estábamos -unas diez personas-, muertas de risa frente a su tumba. Rita nos
saludó emocionada y charló con nosotros ante las expectantes miradas de todos los
presentes: la mujer de fucsia, la mujer de negro, el alcalde –que era
exactamente igual que el mayordomo de Drácula, si no Drácula mismo-, el
concejal de cultura, un hombre con gafas de sol y pinta de mafioso que
intervino cuando hablamos de Gabriel Ferrater, que tradujo a Gombrowicz del
francés y que fue a Vence poco antes de que el polaco muriera. Rita conocía
perfectamente las ediciones españolas de la obra de su difunto esposo, conocía
a los traductores, a los editores, las fechas de publicación, con primorosa
memoria.
Hablar con la viuda de Gombrowicz era como adentrarse en un mundo irreal o hiperreal. Después de tanto Gombrowicz a lo largo del año —después de leer sus artículos caníbales, de una coherencia aplastante en relación con el resto de su obra, y llegar a la conclusión de que fue el último genio del siglo XX— escuchar la voz y sentir el cuerpo de quien fue su última compañera era un privilegio que no se desarrolló como tal sino con una fluidez casi mágica.
Nos invitaron a la misa que se celebraba en la catedral de Vence, nos invitaron al almuerzo, nos pidieron nuestros datos para mantener el contacto…era como si nosotros les hubiéramos rescatado del olvido, o tal vez de la muerte, como si nuestra presencia hubiera vuelto contingente aquel acto.
La misa fue un espectáculo. Yo no dejaba de preguntarme lo que pensaría Gombrowicz si pudiera salir de su estado de muerto y observara por una mirilla lo que estaba ocurriendo en su memoria. Habían venido de Polonia unos treinta niños cantores, de entre 7 y 18 años, con sus trajes tradicionales. El cura pronunció y cantó la misa en polaco y en francés, lo que prolongó considerablemente la ceremonia. Irradiaba una felicidad fuera de lo común, se movía de un lado a otro del altar y daba pequeños saltitos cuando empezaban los cantos instando al auditorio a acompañar al coro. Parecía como si hubiera estado preparándose toda su vida para ese momento.
Hablar con la viuda de Gombrowicz era como adentrarse en un mundo irreal o hiperreal. Después de tanto Gombrowicz a lo largo del año —después de leer sus artículos caníbales, de una coherencia aplastante en relación con el resto de su obra, y llegar a la conclusión de que fue el último genio del siglo XX— escuchar la voz y sentir el cuerpo de quien fue su última compañera era un privilegio que no se desarrolló como tal sino con una fluidez casi mágica.
Nos invitaron a la misa que se celebraba en la catedral de Vence, nos invitaron al almuerzo, nos pidieron nuestros datos para mantener el contacto…era como si nosotros les hubiéramos rescatado del olvido, o tal vez de la muerte, como si nuestra presencia hubiera vuelto contingente aquel acto.
La misa fue un espectáculo. Yo no dejaba de preguntarme lo que pensaría Gombrowicz si pudiera salir de su estado de muerto y observara por una mirilla lo que estaba ocurriendo en su memoria. Habían venido de Polonia unos treinta niños cantores, de entre 7 y 18 años, con sus trajes tradicionales. El cura pronunció y cantó la misa en polaco y en francés, lo que prolongó considerablemente la ceremonia. Irradiaba una felicidad fuera de lo común, se movía de un lado a otro del altar y daba pequeños saltitos cuando empezaban los cantos instando al auditorio a acompañar al coro. Parecía como si hubiera estado preparándose toda su vida para ese momento.
Pensaba en el espíritu de Gombrowicz
retorciéndose de risa. Gombrowicz, que se ha pasado la vida escribiendo contra
los polacos, luchando contra la polonidad, el polaco anti-polaco —que, por otro
lado nunca abandonó su lengua—, el exiliado, el eterno toca pelotas de la
intelectualidad polaca siendo ahora objeto de culto y ceremonia al más puro
estilo polaco. La pastoral polaca reunida en Vence para honorar a Gombrowicz,
para morirse de risa.
No nos pudimos quedar al almuerzo porque nos quedaba un largo camino por delante. Nos despedimos del alcalde, de la mujer de negro y de Rita quien volvió a obsequiarnos con su encantadora amabilidad, con su sencilla presencia. Le dimos nuestra dirección y deseamos mutuamente volver a vernos.
No nos pudimos quedar al almuerzo porque nos quedaba un largo camino por delante. Nos despedimos del alcalde, de la mujer de negro y de Rita quien volvió a obsequiarnos con su encantadora amabilidad, con su sencilla presencia. Le dimos nuestra dirección y deseamos mutuamente volver a vernos.
Rita Gombrowicz. Foto de Rafał Michałowski
Cuando subimos al
coche, a la una de ese mediodía brillante y soleado, me puse a pensar en Rita
Gombrowicz, viuda del escritor polaco Witold Gombrowicz, y en María Kodama,
viuda del escritor argentino Jorge Luis Borges. La relación es obvia como la de
un quiasmo pero había otra conexión que me situaba en el centro de esa equis y
no la había reconocido hasta ahora. Lo último que había hecho antes de iniciar
el viaje a Francia fue conocer a María Kodama en Almería. Nada me había hecho
sospechar que fuera a encontrarme a la viuda de Borges en Almería pero el
caprichoso azar vino a mi feliz encuentro como tantas otras veces. El motivo de
su estancia era presentar una exposición de fotografías tomadas por ella misma
(aunque, a decir verdad, ella sale en casi todas) durante sus viajes con el
señor Borges.
María Kodama nos explicó, risueña, todas las imágenes. Hablaba con convicción, sus palabras (o más bien las de Borges) brotaban aceleradas, como si el espíritu de Borges la hubiera poseído y fuera este quien contara las anécdotas de sus elocuentes vivencias.
El encuentro fue extraño, mi sensación diría que fue hostil. Mientras llegaba la gran viuda empecé a entrar en un estado de sonambulismo inoculado por ese espacio dedicado a Borges. Pensé en cómo había ido cayendo una mitificación o más bien mistificación que había creado en torno a él en mis primeros años de pasión literaria en los que empecé a descubrir el vasto universo de la poesía y donde Borges me guiaba con su paternal mano. De la emoción pasé al desagrado. Tanto Borges, tanto Borges. Me di cuenta de que me traían sin cuidado sus viajes y sus poemas espontáneos que surgían, según María Kodama, en medio del desierto o frente a un inmenso brioch; poemas que contenían la verdad del universo, el origen de las filosofías gnósticas, la piedra angular de la cabalística, la correspondencia matemática con lo infinito y la muerte, solo por un objeto que habían fotografiado y lo habían alzado en el trono de lo sagrado después de haber sido tocado por la palabra del dios Borges. Un pedante acomplejado y homosexual que sufrió una traumática adolescencia e hizo de su erudición un bastión infranqueable, demasiado sólido, demasiado alto. Escupía esos pensamientos sin darme cuenta, mientras María hablaba dirigiéndome intensas miradas. ¿Cuántas veces habrá contado lo mismo? Y ahí sigue, dentro de su fortaleza borgiana, bebiendo del pasado, bebiendo de la sombra. Mis pensamientos se confundían, ¿por qué trataba así a Maria Kodama? No estaba viendo a María Kodama, viuda de Jorge Luis Borges, me estaba viendo a mí hace diez años ebria de fantasía y literatura en la buhardilla de mi casa, con mi hermana y nuestros amigos malditos escribiendo relatos borgianos absolutamente narcotizados por su escritura, dejándonos llevar por un fluido completamente acrítico.
María Kodama nos explicó, risueña, todas las imágenes. Hablaba con convicción, sus palabras (o más bien las de Borges) brotaban aceleradas, como si el espíritu de Borges la hubiera poseído y fuera este quien contara las anécdotas de sus elocuentes vivencias.
El encuentro fue extraño, mi sensación diría que fue hostil. Mientras llegaba la gran viuda empecé a entrar en un estado de sonambulismo inoculado por ese espacio dedicado a Borges. Pensé en cómo había ido cayendo una mitificación o más bien mistificación que había creado en torno a él en mis primeros años de pasión literaria en los que empecé a descubrir el vasto universo de la poesía y donde Borges me guiaba con su paternal mano. De la emoción pasé al desagrado. Tanto Borges, tanto Borges. Me di cuenta de que me traían sin cuidado sus viajes y sus poemas espontáneos que surgían, según María Kodama, en medio del desierto o frente a un inmenso brioch; poemas que contenían la verdad del universo, el origen de las filosofías gnósticas, la piedra angular de la cabalística, la correspondencia matemática con lo infinito y la muerte, solo por un objeto que habían fotografiado y lo habían alzado en el trono de lo sagrado después de haber sido tocado por la palabra del dios Borges. Un pedante acomplejado y homosexual que sufrió una traumática adolescencia e hizo de su erudición un bastión infranqueable, demasiado sólido, demasiado alto. Escupía esos pensamientos sin darme cuenta, mientras María hablaba dirigiéndome intensas miradas. ¿Cuántas veces habrá contado lo mismo? Y ahí sigue, dentro de su fortaleza borgiana, bebiendo del pasado, bebiendo de la sombra. Mis pensamientos se confundían, ¿por qué trataba así a Maria Kodama? No estaba viendo a María Kodama, viuda de Jorge Luis Borges, me estaba viendo a mí hace diez años ebria de fantasía y literatura en la buhardilla de mi casa, con mi hermana y nuestros amigos malditos escribiendo relatos borgianos absolutamente narcotizados por su escritura, dejándonos llevar por un fluido completamente acrítico.
Ahora pienso en el fantasma de Borges, atrincherado en la sobriedad del Museo, fluyendo por la boca de María y en el fantasma de Gombrowicz, descojonado bajo el altar, cantando a través del cura franco-polaco.
Gombrowicz y Borges. Sus viudas. Empecé en Borges y acabé en Gombrowicz o, lo
que es lo mismo, empecé por la literatura y acabé en la vida. Y con la tumba de
Gombrowicz en la mente, la espléndida luz del verano pegando sobre el cristal
del coche en el que recorríamos kilómetros franceses, recordé inevitablemente
la frase inolvidable que gritó el polaco desde el barco que lo devolvía a Europa tras su largo y azaroso exilio en la Argentina: «¡Muchachos, maten a Borges!»